Capitulo V El Bento

1368 Words
Perspectiva de Ayano: Riiiiiiiiing. El timbre vibró por todo el pasillo que anunciaba el receso. Me levanté de mi pupitre y estire los brazos, cuando de pronto... —A-Ayano... y-yo... Me quedé mirándolo, confundida. ¿Osano... tartamudeando? Nunca lo había visto así. Algo se le atoraba en la garganta. —Osano... —dije, buscando su mirada. —Shhh... espera, ando agarrando valor. Sentí su mano cubrirme la boca con suavidad, y mis ojos se abrieron como plato. Con la otra mano —la que había mantenido oculta tras su espalda— sujetaba algo. —¿Qué es eso? —pregunté, inclinándome apenas. —Es un bento, tonta... es para ti. En Estados Unidos practiqué un poco de cocina, así que por lo menos esto es comestible —murmuró sin mirarme, con las puntas de sus orejas rojas como si lo delatara la propia sangre. No me contuve; sonreí. Su torpeza... Su vergüenza... Había algo cálido en todo eso. —Gracias, Osano. Seguro que está muy rico. Vamos a comerlo al comedor de la azotea. —¿Tienen un comedor en la azotea? —preguntó sorprendido. —Ah... creo que olvidé el pequeño detalle de enseñarte toda la escuela. Él desvió la mirada y, sin previo aviso, tomó mi mano. Su agarre era firme pero tembloroso. —No quiero perderme en este lugar, por eso te estoy agarrando la mano, fea. No pienses que tiene doble intención. Reí suavemente y estreché sus dedos. —Está bien, está bien. Lo guié por las escaleras hasta el comedor de arriba. El sol se colaba entre las rejas de la azotea, creando líneas doradas en el piso. Nos sentamos en una mesita apartada, casi oculta del resto de alumnos. Le agradecí otra vez, con más sinceridad que antes, y abrí el bento. Era... bonito y todo bien decorado. —Mi abuela también me ayudó... —murmuró. —Entonces debe estar muy rico. Tomé el primer bocado y al principio, todo estaba bien. Pero luego... un sabor extraño, ligeramente rancio, se mezcló en mi lengua. Mi estómago protestó con un gruñido grave, como un trueno interno. Y la urgencia de vomitar me atravesó de golpe. —P-perdón, Osano —logré decir antes de salir corriendo. Solo alcancé a ver su expresión unos segundos: entre confusión, tristeza... y un orgullo herido. Llegué al baño más cercano, arrodillándome de inmediato frente al inodoro y vomité. Mis manos temblaban. Sentí un escalofrío en la espalda... un frío imposible en un baño sin ventanas. Fue entonces que recordé los rumores del club de ocultismo: "La estudiante que nunca salió del baño"... Historias absurdas, pero en ese momento las luces comenzaron a parpadear, largas sombras cruzaron las paredes y el silencio se volvió demasiado profundo. Me lavé la boca, después las manos. Quería salir de allí cuanto antes. Corrí hacia la salida con el corazón acelerado. Justo antes de cruzar la puerta, choqué con alguien. —Ah—. Su libro cayó al piso. Él lo recogió con una delicadeza que no entendí, como si cada hoja fuera un tesoro. Sus ojos, oscuros y suaves, me recorrieron de arriba abajo con cuidado. —Otra vez las líneas del destino nos cruzan en un pasillo —murmuró, en ese tono suyo que parecía sacado de un libro antiguo—. ¿Estás bien? Desvié la mirada, avergonzada. —Solo... me sentí mal. No terminé la frase. Él ya lo había entendido. —Ven. Te acompaño a la enfermería. Déjame ayudarte. —No, no hace falta. Estoy bien. Taro no discutió. Simplemente extendió su mano hacia mí y me acompañó sin decir mucho, caminando a mi ritmo, como si temiera que un movimiento brusco me quebrara. Cuando la enfermera me hizo pasar, Taro se quedó a un lado, silencioso, guardando una distancia respetuosa... pero atento. Mientras la doctora revisaba mi abdomen, él no apartaba la mirada de mis manos, quizás para comprobar si temblaban. —¿Te dolía desde hace rato? —preguntó la enfemera. —No... creo que fue... algo que comí. Y entonces pensé en Osano. En su caray en la ilusión con la que me dio el bento. —Osano... —susurré preocupada—. Debe estar triste... o pensando que no me gustó. Taro levantó la cabeza. —Si quieres, puedo ir a buscarlo. Puedo llevarlo al salón que comparten... o indicarle dónde estás. Levanté la vista. ¿Cómo... sabía eso? Él se dio cuenta de mi desconcierto. —Lo he visto contigo. No es difícil reconocer a alguien que te mira como si tu presencia modificara su clima interno —contestó con un tono suave, pero honesto—. No hace falta una presentación formal para notar ese tipo de cosas. Sus palabras me dejaron inmóvil unos segundos. Finalmente asentí. —Está bien... gracias. Él sonrió, leve, casi imperceptible, y salió del consultorio. El silencio se instaló. La doctora terminó de atenderme y se alejó unos instantes para preparar un medicamento. El silencio quedó suspendido entre las cortinas blancas, apenas roto por mi respiración entrecortada y ese sabor amargo que seguía quemándome la garganta. Me acomodé en la camilla, todavía un poco mareada, cuando escuché pasos apresurados acercarse desde el pasillo. La puerta se deslizó apenas, con un chirrido suave. Y allí estaba él. Osano. Sus ojos buscaban algo desesperadamente hasta que me encontraron, y entonces su expresión... cambió. Un torbellino de emociones cruzó su rostro: culpa, preocupación, y un enojo que parecía dirigido más a sí mismo que a mí. —Ayano... —su voz salió baja, casi rota—. ¿Estás bien? No supe qué responder de inmediato. Solo asentí. Él se acercó despacio, como si temiera que me desvaneciera si daba un paso demasiado brusco. —Te... te busqué por todos lados —continuó—. Cuando saliste corriendo pensé que... hice algo mal, que te había molestado. —No fue tu culpa —susurré—. El bento... estaba lindo, de verdad. Osano apretó los puños. —Mi abuela dijo que no lo dejara mucho tiempo fuera del refrigerador... Lo siento. De verdad. Yo solo quería... —Se detuvo, respiró hondo—. Quería darte algo especial. No sé, pensé que... que te alegraría. Lo observé. Su cabello rojizo, desordenado por la carrera. Sus orejas rojas por la vergüenza. Sus ojos evitando los míos, aunque de vez en cuando se atrevían a subir por un segundo antes de huir otra vez. Era el Osano de siempre... pero también uno que no había visto en años. —Osano —le dije suavemente—. Estoy bien. En serio. Él negó con la cabeza. —No, no estás bien. Te hice enfermarte. ¿Cómo voy a estar tranquilo? Se acercó un paso más, pero luego se detuvo. —No quiero que pienses que... que soy un irresponsable o un idiota —continuó—. Es que... contigo... siempre me sale todo mal. Todo. Una sonrisa pequeña se escapó de mis labios sin querer. Señale con palmaditas sobre la camilla para que se siente a mi lado. —No planeaste envenenarme así, ¿Verdad? Sus ojos saltaron hacia los míos, por fin, sin huir. Y se quedaron ahí. —No —grito. —Entonces no tienes por que culparte. Él soltó un suspiro tan pesado que parecía que lo estuviera guardando desde hace años. —Me asusté —admitió al fin—. Mucho. Sus dedos se movieron, como dudando si tocarme o no. Yo levanté mi mano apenas, invitándolo sin palabras. Y esa fue toda la señal que necesitó. Osano se sentó a mi lado, tomó mi mano con una suavidad que no le conocía y la sostuvo como si fuera algo frágil, precioso. —No vuelvas a correr así sin avisarme, ¿sí? —dijo intentando sonar molesto, pero la voz le tembló. —No planeaba volver a comer comida rancia, si eso ayuda —bromeé débilmente. Él dejó escapar una risa nerviosa, y por un instante, todo se sintió ligero otra vez. —Voy a mejorar —prometió—. La próxima vez haré algo que no te mate. —Ya veremos —murmuré, cerrando los ojos un momento. Osano se quedó allí, en silencio, apretando mi mano con cuidado.
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