Saleema se acomodó en su silla, con sus ojos recorriendo discretamente la figura de Absalón. El moño prolijo que acababa de arreglarle le daba un aire de guerrero samurái que, muy a su pesar, encontraba fascinante: ―Creo que es verdad la teoría de que los hombres no se saben amarrar el cabello―comentó, con sus labios curvándose en una sonrisa contenida―Te he visto dos veces y siempre has tenido un desastre. Absalón la miró fijamente, con sus ojos azules brillando con una intensidad que contradecía su pose de desinterés. Apoyó sus codos sobre la mesa en un gesto deliberadamente tosco, usando su rudeza como escudo para ocultar el efecto que ella tenía sobre él: ―¿Quieres callarte? Y te vas a comer todo eso, necesito que tengas energías para cogerte. Un escalofrío de excitación recorrió

