Mikhail examinó detenidamente la imagen, con sus ojos penetrantes estudiando cada detalle del rostro de la joven. La belleza de Saleema era innegable, sus rasgos de Medio Oriente le conferían un aire misterioso, con esos ojos almendrados oscuros que parecían guardar secretos y una sonrisa que oscilaba entre la inocencia y la seducción. Sus labios carnosos y la manera en que su mirada desafiaba a la cámara contradecían la virginidad que Absalón le dijo al sacerdote. «Mmmm no tiene cara de virgen»―pensó. Mikhail, un hombre cuya severidad era legendaria entre sus feligreses, era conocido por su temperamento de hierro y su disciplina inflexible. Como sacerdote cultivaba una autoridad que rayaba en el terror sagrado, y ahora, ese poder se manifestaba en cada sílaba que pronunciaba con enojo:

