En el camerino, bajo la luz artificial que resaltaba la palidez de su rostro, Saleema lloraba desconsolada junto a Rita. Con dedos temblorosos, apartó el cuello de su gabardina para mostrar la marca violácea que manchaba su piel. ―Mira lo que me hizo, Rita ―su voz se quebró mientras señalaba la marca―. Es un animal, es de lo peor. Me manoseó como si ya fuera de su propiedad, solo porque le pagó a mi padre 95 millones por mí. Y al señor Ismael, no le importa que yo, su única hija mujer, termine con semejante bestia ―se sonó la nariz con fuerza, sus ojos enrojecidos. Rita, su sirvienta, la observaba con una mezcla de compasión y asombro, mientras lágrimas silenciosas rodaban por sus mejillas: ―¿El señor Kravchenko pagó 95 millones de dólares por usted? Saleema se irguió, con la indignaci

