Prólogo.

1140 Words
Prólogo. Primero de febrero, 1994.  La corriente de la luz se ausentó, quedando expuesta la tenue luz proporcionada por la luna a través de los ventanales desgastados. El dolor que se apoderaba de cada rincón de su tembloroso y débil cuerpo era el más agudo y tortuoso que alguna vez hubiese sentido. Sus ojos se cerraban con fuerza, al igual que sus manos aferrándose a las sucias mantas bajo su anatomía, como si aquello fuese a ayudar con su agonía. Contó los segundos mentalmente, llevaba alrededor de unas tres horas de parto y su esposo no ayudaba en lo absoluto, solo la observaba desde la esquina obscura del pequeño cuarto, recargado en el lumbral de la puerta mientras observaba a su compañera recostada, con sus extremidades abiertas dispuesta a dar a luz. El hombre de vestimenta descuidada se limitó a encender un cigarro, ignorando los gritos de aflicción de quién había tomado por esposa en una pequeña capilla en Kinsale, Irlanda. Alice pujó una vez más mientras las gotas de sudor brotaban por sus poros faciales. Y se consolaba así misma de que debía ser fuerte, más cuando él la observaba. Debía mostrarle que el hijo que estaba por traer al mundo valdría todo el esfuerzo que recurrirían al tener una boca más a la cual alimentar. —Por favor —musitó la mujer en una súplica, tratando de encontrar los fríos ojos de su esposo en la obscuridad para poder expresarle el calvario que estaba sufriendo—. Llama a la vecina, necesito ayuda. —Aguanta un poco, mujer. Además, si no sobrevive alguno de los dos, no se perdería mucho —respondió en tono basto su esposo, para luego dar una larga y profunda calada al cigarro que yacía entre sus dedos. Su entrecejo fruncido, denotaba lo descontento que se encontraba frente a la situación. Las palabras grotescas y sin consuelo de parte de su conyugue, fueron como un arma de filo le perforara sus dolidas entrañas. Aunque sabía que no debía haber esperado tanto de parte de su esposo, Bernard. Su matrimonio fue obligado por parte de sus propios padres al descubrir que había quedado en gestación bajo las manos de su abusador, hacía cuatro años. Inhalando profundamente, Alice pujó una vez más. En resultado de su último esfuerzo, el llanto de un bebé inundó la silenciosa instancia. Alice con las pocas fuerzas y consciencia que le quedaban, se incorporó sobre las mantas llenas de líquido y suciedad, para comenzar a jalar por sí misma la criatura, ayudando que esta pudiese salir sin ningún inconveniente o llegase a caer sobre el duro y frio asfalto. Limpiando a la criatura entre sus brazos con un periódico que reposaba a su costado derecho, cogió las tijeras de metal y se encargó de seccionar el cordón umbilical. Finalmente, se encargó de determinar que el bebé se encontrara respirando bien, y finalmente lo envolvió en un trozo de tela que había preparado horas antes. Cada una de sus acciones bajo el escrutinio de un solo espectador, que pareciese no querer siquiera acercarse a la escena. —Ya, amor... estas aquí con mamá —murmuró Alice arrullando a la criatura, tratando de que apaciguara los fuertes sollozos. Sin embargo, el bebé no cesaba, su llanto era bastante exuberante, colmando la paciencia de su esposo. —Si ese engendro no se calla de una vez, juro aventarlo al caño —intervino Bernard con actitud prepotente. Alice tembló en respuesta a aquellas palabras, y trató de acallar al bebé lo más rápido posible. Las acciones de su esposo llevaban a lo más violento, siempre había sido así. —No, yo lo calmaré. Solo dame unos minutos, es un recién nacido —respondió tratando de no trastabillar con sus palabras y demostrar el temor que le producía solo responderle a su esposo. Minutos después, sus brazos balanceaban el pequeño cuerpo que reposaba ahora pacíficamente sobre ella, unas cuantas lágrimas salieron de los ojos de la joven. Tenía miedo, pavor de que su esposo faltará a su palabra de no asesinar al recién nacido y acabara con una de los dos personas que eran más importantes para ella. —¡Déjame entrar! —se escuchó la voz de su hija mayor al otro lado de la puerta cerrada con seguro— ¡Quiero conocer al bebé! —protestó de nuevo. Esperando respuesta de alguno de sus progenitores. —Bernard, déjala entrar, por favor —dijo Alice, agotada por el parto, además de la angustia que surcaba cada momento bajo la presencia de su esposo. El hombre se limitó a bufar, antes de abrir la puerta del cuarto y salir bastamente empujando a su paso a la pequeña Maggie, mientras vociferaba palabras soeces y tumbaba ciertos objetos que se encontrasen en su camino. Alice y Maggie decidieron ignorarlo, era una actitud bastante común en Bernard. Maggie se acercó a su madre, y le dio un efusivo abrazo antes de poner toda su atención sobre el cuerpo del bebé que se removía contra el cuerpo de Alice. —Es un niño, él es tu hermanito —le explicó su madre, a la vez que acariciaba las mejillas marcadas con suaves pecas producto del sol de mediodía sobre la tersa piel de su primogénita. —Es muy rojo, arrugado y gordo —dijo expresando la verdad Maggie sin ningún pudor alguno, logrando producir una carcajada por parte de su madre. —Los bebés son así, Maggie —respondió su madre—. ¿Quieres ponerle su nombre? —le cuestionó a su hija con adoración en sus ojos verdosos. —Me gustaría... no sé, ¿quizás Arnold? —le respondió con duda en cada una de sus palabras, manteniendo la emoción que cualquier niño expresaría. —Yo digo que se llame Edward, como el perro del vecino —intervino de repente Bernard, entrando a la habitación sin previo aviso, al parecer ya había tomado aire puro y fumado otro cigarro. —A mí me gustaría mucho Caleb —dijo Alice, observando al bebé sobre sus brazos—. Es un precioso nombre, para un bello bebé. —Lindo nombre —respondió Maggie, sonriéndole a su madre, mostrando los hoyuelos heredados genéticamente de su madre. (...) Cayendo la más profunda noche, Alice apoyó la cabeza en su almohada y en otra el cuerpo del bebé. Escuchando como su esposo volvía a la recamara después de haber bebido unas cuantas cervezas y fumado unos cigarros. Sin embargo, Bernard no se recostó a un lado de ella, como solía hacerlo, sino esta vez sobre la madera del asfalto. —Bernard, ¿por qué no te acuestas conmigo? — le preguntó ella extrañada, aunque en lo profundo de su ser, ella deseaba que se fuese así todos los días. —No, no lo haré —respondió como siempre en un tono tosco, soltando un eructo producto de la indigestión, para luego seguir hablando—. No mientras ese engendro siga allí. —¡Es tu hijo! ¿cómo puedes llamarlo así? —exclamó Alice con el cólera apoderándose de su agotado cuerpo. Siempre había tratado a Maggie con desprecio y ahora, lo estaba haciendo con Bernard. Como si fueran escorias o parias. —Alice, esa cosa de allí —dijo incorporándose y señalando el cuerpo del bebé—. Va a ser la desgracia para esta familia, créeme —sentenció.    
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