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Un caballero en Paris

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El soltero más codiciado de Londres, el Conde Chantcliffe, se encuentra inmerso en una competencia por lograr las atenciones de una belleza llamada Elaine Dale, quien no acepta directamente la propuesta matrimonial del Conde, pidiéndole como prueba de su amor, los muebles que a ella le gustaría tener en su nuevo hogar. El Tratado de Paz, firmando con Napoleón Bonaparte tiene apenas dos meses de existencia, pero el Conde decide ir a Francia a adquirir lo que Elaine deseaba. Como se encontró en un Castillo de las afueras de París a una hermosa muchacha, todavía amenazada por los revolucionarios sedientos de sangre, como se la llevó con él y como se encontraron de pronto, en el Palacio de las Tullerías, es relatado en esta emocionante novela de Barbara Cartland.

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Capítulo 1 1802-1
Capítulo 1 1802EL CONDE de Charncliffe, que conducía su carruaje con su acostumbrada habilidad, a través de las calles llenas de gente, se dio cuenta de que todos le miraban. Eso no era de sorprender. Sus cuatro caballos, exactamente iguales, eran de color n***o azabache y su faetón, que hacía poco le había sido entregado por los constructores, era amarillo. Él se enorgullecía siempre de ser diferente a sus contemporáneos. Pero sabía que al cabo de unos meses, numerosos jóvenes aristócratas, que lo imitaban en todo, conducirían faetones del mismo color. Lo copiarían, como copiaban la forma en que se ponía sus corbatas. Obligaban a sus sastres a imitar el corte de sus sacos, y a sus ayudas de cámara a sacar el mismo brillo a sus botas altas. El Conde cuidaba extremadamente su aspecto. Eso, añadido a su atractivo físico, capturaba el corazón de cuanta mujer conocía. A él, le gustaba que le consideraran un libertino y un donjuán. Aunque con frecuencia pensaba cínicamente que la mayor parte de las veces, él era el seducido y no le permitían ser el seductor. Ahora, por primera vez en su vida, estaba cortejando, en lugar de ser él el cortejado. Había heredado el título y grandes posesiones a lo que, sus parientes solían decir, era una infortunadamente temprana edad. Desde entonces le habían suplicado, lo habían coaccionado y lo habían presionado para que se casara. Charn, la Mansión Familiar, era el más fino ejemplo de la influencia italiana en la Arquitectura de la Reina Isabel I. Sus materiales de construcción procedían de muchos lugares diferentes y al Conde le gustaba hablar a sus invitados de ello. −La madera viene de nuestros propios terrenos− solía decir−, los ladrillos de los hornos locales; la pizarra de Gales; los cristales de España y la piedra de una cantera situada cerca de Bath. No tenía que añadir que tanto los maestros de obra como los talladores habían sido llevados de Italia y que ellos se habían encargado de decorar el interior de las habitaciones de Charn. La colección de cuadros que había, una de las mejores del país, comprendía obras de los más grandes artistas de cada época. Todo ello formaba un fondo adecuado para el Conde, que parecía salido de un cuento de hadas y representaba el tipo de héroe con el que sueñan todas las jóvenes. No tardó en dejar el tráfico atrás, para salir a la tranquilidad de los caminos que conducían hacia el Norte. Pensó que era una lástima que no tuviera que ir más lejos. Elaine Dale, que por fin había atrapado su esquivo corazón, estaba hospedada en la casa de su abuelo. La casa estaba a sólo diez millas del centro de Londres, que para el Conde y sus amigos, por supuesto, era la Calle St. James. Elaine era la hija de Lord William Dale. Su padre, por ser el hijo menor del Duque de Avondale, ocupaba una posición baja en la jerarquía familiar. Recibía muy poco dinero y, en consecuencia, siempre estaba endeudado. Su hermano mayor, como heredero del Ducado, disponía de todo lo que podía extraerse de los cofres familiares. Los miembros más jóvenes de la familia tenían que vivir con lo que sobraba, que era bastante poco. Desde luego, era tradicional entre los aristócratas que eso sucediera y Lord William se quejaba continuamente de que no tenía dinero y de que la vida le había tratado de una forma muy injusta. Pero nadie le hacía caso. Eso sucedió hasta que se dio cuenta de que tenía un tesoro de valor incalculable en su hija Elaine. Decir que Elaine Dale era hermosa, era subestimar sus atractivos. Cuando, ahorrando y sacrificándose, Lord y Lady William Dale la llevaron a Londres para la temporada social, su presencia en el mundo social causó un gran impacto. Su madre era irlandesa, lo que explicaba el azul de sus ojos, y en la familia Dale hubo un antepasado escandinavo, que era el responsable del tono dorado pálido de su pelo. Era mayor que las debutantes comunes. Había estado de luto un año, lo que había pospuesto su presentación en el Palacio de Buckingham. Por lo tanto, tenía una gran seguridad en sí misma y una extraordinaria gracia natural. Su voz era musical y aunque su educación era limitada , era lo bastante inteligente como para atraer la atención de todos los hombres que conocía. En los clubes de St. James , no existía otro tema de conversación desde que ella había hecho su aparición. Era la moda que los jóvenes aristócratas prefirieran a las mujeres casadas, con más experiencia, que a las debutantes, no sólo porque les resultaban aburridas sino, tenían miedo de que por algún pequeño descuido de su parte tuvieran que casarse con una de ellas. Elaine era la excepción a todas las reglas y había sido declarada como una de las “Incomparables” a la semana de su llegada a Londres. Había sido perseguida por un gran número de los aristócratas solteros que hasta entonces habían defendido a capa y espada su libertad. El Conde, al principio, se había mostrado indiferente a todo lo que oía decir sobre Elaine. Fue sólo por casualidad que la vio cuando asistía a un Baile con su conquista del momento, una fascinante Embajadora. En comparación con los ojos relampagueantes, los labios provocativos y las insinuaciones eróticas de la Embajadora, Elaine parecía como una gota de agua fresca en el calor del desierto. El Conde y la joven fueron presentados y sucumbió como lo habían hecho todos sus amigos. Lo que le sorprendió fue que Elaine le trató con bastante frialdad. Casi hubiera podido llamarse indiferencia. El Conde estaba acostumbrado a que todas las mujeres a quien era presentado por primera vez, lo miraran arrobadas y a partir de ese momento realizaran grandes esfuerzos por conquistarlo. Elaine le saludó y continuó su conversación con el Caballero que estaba junto a ella. El Conde la invitó a bailar. Ella no pareció comprender que aquel era un raro privilegio que él concedía sólo de vez en cuando, a las bellezas más excepcionales. Le dijo, sin el menor asomo de tristeza, que su carnet estaba ya lleno. El Conde se sintió intrigado y, si era franco consigo mismo, un poco resentido. ¿Cómo era posible que aquella muchachita, que él sabía muy bien venia del campo y cuyo padre no tenía ni un centavo, se mostrara tan arrogante? Lo habría confundido aún más, si se hubiese dado cuenta que ella trataba a todos los hombres que se mostraban interesados en ella, exactamente de la misma forma. Parecía increíble que alguien tan joven como ella actuara como una estrella que hubiera caído del cielo para inquietar a los mortales. Debido a que su conducta le desconcertó, el Conde había ido en busca de Lord William. Era m*****o del club White's, aunque pocas veces tenía dinero suficiente para ir a Londres. El Conde le encontró bebiendo en el salón de juegos, aunque no podía sentarse a jugar porque no tenía dinero para hacerlo. −Acabo de tener el placer de conocer a su hija− dijo el Conde−. −Bonita, ¿Verdad?− comentó Lord William. −Creo que una palabra más apropiada sería hermosa− contestó el Conde−. Sin embargo, yo nunca le había oído a usted hablar de ella. −¿Qué sentido tenía, cuando ella estaba todavía estudiando en casa? Bebió media copa de champán antes de continuar: −Lo único que puedo decirle, Charncliffe, es que las hijas cuestan mucho dinero. ¡Y los vestidos no duran tanto como un caballo! −Eso es verdad− reconoció el Conde. Le hubiera hecho otra pregunta, pero comprendió que Lord William había bebido demás. Era evidente que, dado que el champán era gratis, pensaba pedir más. −Lo que le he dicho a la muchacha que tiene que hacer, Charncliffe− dijo con voz pastosa−, es casarse. ¡Cuanto antes mejor, por lo que a mí se refiere! −¿Anda usted mal de dinero?− preguntó el Conde con simpatía, aunque sabía de antemano la respuesta. −Los acreedores me abruman sin cesar− dijo Lord William con aire sombrío−. ¡Malditos sean! ¡Siempre patean al hombre que ven tirado! Como si, a pesar del estado de ofuscación en que se encontraba su cerebro, se hubiera dado cuenta de con quién estaba hablando, añadió: −¡Si quiere casarse con Elaine, Charncliffe, cuente con mi bendición! El Conde pensó que aquello estaba yendo demasiado lejos, así que se alejó de allí. Comprendió, al hacerlo, que Lord William estaba deseoso de encontrar un yerno rico. Y, como él mismo había dicho, cuanto antes, mejor. Debido a que la situación le divertía, el Conde observó a la señorita Dale. Supuso que ella manejaría a sus admiradores, enfrentándolos entre ellos, hasta que encontrara por fin un hombre lo bastante rico como para quedar satisfecha ella misma y su padre. Sabía que si ése era el caso, no habría mejor candidato para ser el primero en cruzar la línea de meta que él mismo. Las historias que corrían sobre su riqueza no eran exageradas. Era dueño de Charn, con sus cinco mil acres de buena tierra de Oxfordshire. Tenía también la casa más grande y más elegante de la Plaza Berkeley. Poseía, además, una casa en Newmarket, donde entrenaba a sus caballos de carreras, y otra en Epsom, a la que estaba adjunta una amplia finca con excelentes tierras de cultivo. Debido a que no bailó con Elaine Dale esa noche y a que la Embajadora era una mujer muy persistente, él no volvió a pensar en ella, hasta que la oyó mencionar en su club. Pensó que la forma en que la estaban alabando era ridícula. Esa noche se encontró sentado junto a ella durante una cena en la casa Devonshire. Le sorprendió que hubiera sido colocada en la era casi siempre considerada como una posición de jerarquía. Recordó, sin embargo, que Lord William había sido siempre un amigo muy especial de la Duquesa. −¿Disfrutó la otra noche del baile en la casa de los Beauchamps?− le preguntó. El Conde pensó, al hablar con Elaine, que realmente era preciosa. Habría sido difícil explicar a alguien que no la hubiera visto la forma en que parecía destacar entre las otras mujeres presentes. Casi todas eran bellezas reconocidas y, sin embargo, aquella jovencita brillaba con un resplandor que hacía que todos los hombres presentes se volvieran a mirarla. El Conde, mientras esperaba una respuesta a su pregunta, supuso que le expresaría cuánto lamentaba no haber podido bailar con él. Para su asombro, sin embargo, ella contestó: −¿Estuvo usted allí? Por un momento pensó que no había oído bien. Le parecía imposible que él, el soltero más codiciado de toda la Sociedad Inglesa, no fuera recordado por una simple chiquilla que acababa de llegar del campo. −No sólo estuve allí -dijo él con severidad−, sino que le pedí que bailara conmigo. −¿De verdad?− preguntó ella con tono ligero−. Me temo que tuve que rechazar tantas invitaciones, que me resulta difícil recordarlas. Debido a que aquello constituía un reto que no podía resistir, el Conde se dedicó a tratar de impresionar a la señorita Dale. Sin embargo, se dio cuenta de que no era una tarea fácil. Ella le escuchó y rió con sus chistes. Fue, le pareció a él, muy agradable. Pero al terminar la cena se dio cuenta de que no había en los ojos de la muchacha la expresión de admiración que él esperaba. Además, no usó ninguno de los trucos femeninos, que él conocía tan bien, para seguir atrayendo su atención. Ciertamente no había necesidad de que ella lo hiciera; de cualquier modo, era lo que él esperaba y lo que estaba haciendo la Dama sentada a su otro lado. Una semana después, el Conde entró en el Club White's. Cuando apareció uno de sus amigos, le preguntó: −¿Ya has visto las apuestas, Darrill? Vas segundo, después de Hampton. −¿De qué estás hablando?− preguntó el Conde. −Pensé que ya te habrías enterado. Están haciendo apuestas sobre si serás tú o Hampton quien ganará la Copa de Oro, que es, desde luego, la Incomparable Elaine. −No sé de qué diablos están hablando−, exclamó el Conde. −Es muy simple− dijo su amigo−. Han sacado el Libro de Apuestas y todos hemos apostado algo. Unos dicen que será Hampton quien logre poner el anillo de bodas en el dedo de Elaine Dale, antes de que junio termine, y otros, que eso sólo lo podrás hacer tú.

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