UN TRATO SIN COMPROMISO

1325 Words
SANTIAGO No sé de dónde saqué la fuerza para traerla hasta mi departamento. La miro dormir mientras la cubro con una manta. Le acaricio con suavidad el rostro. Sorpesivamente despierta. —¿Dónde estoy? —se endereza de golpe. —Tranquila, estás en un lugar seguro. Mira a su alrededor y aprieta los ojos. Todavía está muy ebria y sé que siente que todo el mundo da vueltas. —¿Cómo terminé aquí? ¡No puede ser! Seguramente vine para rogar una prórroga en el tiempo de entrega del trabajo. —No fue así, yo la encontré en un bar y la traje aquí. —¿Por qué? ¿Con qué intención? —Porque usted me dijo que vivía en las estrellas, y ningún maldito navegador se sabe la ruta a las estrellas. —Lo siento. —¿Por qué estaba sola bebiendo sin control en un bar? —¿Ahora me habla de manera formal? —Supongo que quedó clara nuestra relación, solo trabajo. —¿Y por eso me trajo a su departamento? —¿Qué más podía hacer? No sé dónde vive. Tampoco la podía dejar sola, a merced de cualquier pervertido. —¿Qué pervertido desearía violarme? Estoy gorda, no soy sexy. Nunca me ha pasado nada gracias a eso. —¿Por qué te odias? —¿Se está burlando de mí? ¿Está ciego? —Es la segunda vez que me lo preguntan en esta noche, y la respuesta es no. No estoy ciego, veo bastante bien. Y puedo ver que eres una mujer muy hermosa. —No es gracioso. Le tomo su mano con mucho temor a ser rechazado. —Sahara, eres una mujer hermosa —le digo con la voz entrecortada. —Usted está loco —comienza a llorar—. ¿Cree que es fácil? A donde quiera que voy se burlan de mi peso, estoy gorda y lo sé y lo acepto. Pero lo peor es que se burlan todavía más de mí porque trato de verme segura, vistiendo con ropa ajustada y tacón alto. Escucho a las chicas de la oficina hablar en el baño acerca de sus maravillosas experiencias con hombres guapos. Y se burlan de mí porque saben que yo no puedo conseguirme un hombre, deje lo guapo, que sea decente. —Pero eso no es culpa de tu cuerpo, es tu propia percepción de ti misma. A un hombre le gusta una mujer segura. —Usted dice eso porque es guapo y tiene buen cuerpo. —Yo... yo te puedo ayudar a ganar confianza en ti misma. Podemos hacer un trato sin compromiso donde ambos nos beneficiemos. —Sigue con lo mismo, no estoy segura de que me gusten ese tipo de prácticas. —Con probar no pierdes nada. Se lo piensa un poco. —Puedo probar, pero si no me gusta, dejamos todo como está. —¡Por supuesto! Se sienta y me mira. —¿Ahora? —Sí, ahora. Todavía estoy ebria y no creo poder hacerlo sobria. Así que aprovecha. —No quiero que mañana pienses que abusé de ti porque estabas ebria. Mejor otro día. —Estoy ebria, pero sé lo que hago. Me pongo nervioso, yo no estoy seguro de lo que estoy a punto de hacer. —V-v-vamos a mi habitación. —Sí. La invito a entrar en mi mundo retorcido y sádico. Ambos nos miramos sin saber qué decir, ambos nos sorojamos. Esto me hace sentir bien, Anna había sido la única mujer que me producía sonrojo. —¿Qué hago ahora? —Allá, en el baúl n***o hay muchos instrumentos que puedes utilizar. Camina hacia el baúl y lo abre. Puedo notar sorpresa en su expresión al momento de escudriñar dentro del baúl. Escoge lo más común, el látigo. Me quito el saco y me pongo de espaldas, apoyando mis manos sobre la cama. —¿Qué es esto? ¿Por qué traes la camisa llena de sangre? ¿Estuviste con otra mujer? Porque no creo que sea autoflagelación —me grita. —Y-y-yo... yo me disculpo. —No basta con disculparse, ahora lo vas a sentir —azota el látigo contra la parte baja del colchón, a un costado de mí—. Retira tu camisa y vamos a la ducha. Obedezco, aunque sus peticiones todavía no suenan muy seguras. Me quito los zapatos también. Caminamos hasta el baño y ella cierra la puerta tras de sí. —Abre el agua caliente —ordena con más seguridad. Entro a la regadera y abro la llave del agua caliente. —Quiero que laves cada centímetro de tu torso con agua caliente, no deseo que quede ningún rastro de la otra que se hace pasar por tu ama. El agua quema, pero me gusta. Me facina que comience a reclamar su dominio sobre mí. Me arden las heridas que Laura me dejó. No me importa, trato de lavarme lo mejor que puedo. Busco la toalla después de salir. —¡Alto! ¿Quién ha dicho que te puedes secar? Te quiero contra la pared. Mis pantalones escurren de agua, sin embargo no me importa ensuciar todo el baño. Hago lo que me pide. Prepara el látigo y da el primer azote. Es suave, muy suave. Supongo que le da miedo ejercer más fuerza. Permanezco en silencio, esperando a que agarre confianza. Me aplica el segundo azote, esta vez con más fuerza. No puedo evitar gemir, le ha dado justo a una de las marcas de Laura. Me mira con miedo. Me muerdo los labios para hacerle saber que me gusta, que todo está bien. Suspira y me da un tercer, cuarto y quinto azote con mucha más fuerza. —Es tan ridículo que la gente crea que eres un hombre importante, cuando solo eres basura. ¡Maldito egoista! —grita mientras me azota con fuerza—. ¿Crees que por ser el hijo de la dueña mereces gritarle a todos? Estás muy equivocado, imbécil —sus azotes cesan—. Boca arriba en el suelo. Me recuesto sobre el suelo frío y mojado. Coloca su tacón izquierdo sobre mi pecho y ejerce presión. Me quejo, me duele, pero me gusta. Comienzo a pensar que Sahara me ha timado. Todavía es tímida en sus castigos, pero sabe lo que hace. Sospecho que sabe más acerca del tema de lo que aparenta. Levanta el pie y ejerce presión un poco más arriba. Lo hace un par de veces más. —Enderezate —ordena—. Hueles a perro mojado, das asco. Ve a cambiar esos trapos sucios. Me levanto. —No dije que podías ponerte de pie, de rodillas. Gatea, te quiero en cuatro como el perro que eres. Me pongo en cuatro y gateo hasta mi habitación después de que ella abre la puerta del baño. Comienzo a gemir como perro y le señalo la puerta de mi vestidor. Ella corre la puerta y entra para elegir mi atuendo. Coge ropa deportiva y la tira junto a mí. Me pongo de rodillas y espero instrucciones. —¿Qué me miras? No soy tu maldita nana, cambiate solo. Desabrocho mi cinturón. No me avergüenza quedar desnudo frente a ella, quiero que me mire, que me desee como yo la deseo a ella. Se sonroja y se da la vuelta. No la puedo obligar a mirar, ella tiene el mando y puede hacer de mí lo que le plazca. Me cambio la ropa. Toco su pantorrilla con mi mano para indicar que todo está listo. —Me siento muy cansada, necesito un masaje de pies —sale del vestidor y se recuesta sobre mi cama después de sacarse los tacones. Le doy un rico masaje de pies, aprieta con fuerza mis sábanas. Sé que lo está disfrutando. Se queda dormida. Busco una manta en mi vestidor y la cubro con ella. Me recuesto sobre la alfombra, a un costado de la cama y me quedo dormido.
Free reading for new users
Scan code to download app
Facebookexpand_more
  • author-avatar
    Writer
  • chap_listContents
  • likeADD