Parte 1
Las estrellas brillaban como nunca pero no se podían ver mucho en la concurrida
calle mientras caminaba con Daniel. Mi corazón se alojó como un nudo en mi
garganta mientras mi cuerpo se llenaba de deseo por él. Llegamos a la casa
donde vivía con mi abuela y mi hermana pequeña. Pero mi abuela, o Tata, como
nos gustaba llamarla, estaba fuera el fin de semana, en un viaje rápido con su club
de lectura, y Mia estaba durmiendo en la casa de su mejor amiga. La casa estaba
vacía. Era un pensamiento que resonaba con fuerza en mi cerebro mientras
Daniel y yo subíamos por el corto camino de ladrillos que conducía al pequeño
porche. La luz del porche era tan dura como un reflector, más para intimidar a las
personas que, para proporcionar algún tipo de ambiente, pero el cabello castaño
oscuro de Daniel brillaba bajo las luces brillantes. Sus soñadores ojos claros
destellaban con un misterio que estaba deseando descifrar.
Daniel no hablaba mucho. Era reservado. Pero sabía que vivía con su padre, y
sabía que no le gustaba hablar mucho de él. Nunca mencionó a su madre, lo que
me dio la impresión de que no estaba en su vida. Definitivamente, no era del tipo
melancólico y silencioso. Daniel era todo diversión y me llevaba a aventuras que
nunca habría considerado. Era cinco años mayor que yo, veinticuatro a mis
diecinueve, y casi seguro que era una mala noticia. Pero no me importaba.
Algunos podrían considerarlo como el proverbial fruto prohibido, pero yo quería
cada bocado. Aun así, nadie podía saberlo.
Sabía que tenía un futuro brillante por delante. Me habían otorgado la Beca Promesa
Culinaria, que me permitió asistir a una de las mejores escuelas culinarias del país.
Era una oportunidad que nunca habríamos podido costear por nuestra cuenta. Y sabía que
mi abuela diría que andar con un tipo como Daniel era solo una distracción que no
necesitaba.
Pero cuando vi a Daniel
por primera vez, en el equipo de mantenimiento del Instituto Culinario de USA,
tuve que saber más sobre él.
A diferencia de mí, no parecía pensar mucho en el futuro. En otro día, me habría molestado
por eso, pero con él de pie en mi porche, mirándome como si fuera la única mujer en el
mundo, no me importaba el futuro.
Además, con el tiempo, podría convencerlo de que teníamos un futuro. Él también
tenía que verlo.
Daniel levantó la mano y apartó un mechón de cabello de mi rostro. Con más de
seis pies de altura, me superaba. La sensación de su pulgar áspero y calloso en
mi mejilla me envió escalofríos por la espalda y… a otros lugares.
—Eres tan hermosa—, dijo con voz ronca.
Me sonrojé bajo su intensa mirada. En esta luz, sus ojos casi parecían negros.
—Debería irme—, dijo, mirando ansiosamente hacia la casa.
—No necesito que tu abuela me encuentre aquí contigo tan tarde en
la noche—. Una risa sin humor escapó de sus labios. Nunca le había dicho que mi
abuela desaprobaría, él simplemente lo sabía. Daniel sabía que probablemente
era malo para mí.
—En realidad, no está en casa—. Las palabras salieron apresuradas mientras él
comenzaba a girar para irse. Me miró y sonrió. Y, Dios mío, me perdí en esa
sonrisa. Un pequeño hoyuelo apareció en su mejilla derecha y sus dientes eran
tan blancos y rectos que deslumbraban. No parecía real. Lentamente, se dio la
vuelta y dio los últimos pasos para estar justo frente a mí. Apenas había espacio
entre nosotros para respirar.
—¿Y Mia? —, dijo con voz baja y grave. Hizo cosas pecaminosas en mi interior. Tuve que
recordarme respirar.
—Está en una pijamada—. Me encogí de hombros, intentando actuar tranquila. —Solo
estoy yo aquí esta noche. Estoy sola—. Intenté con mi mejor sonrisa pícara, pero estaba
empezando a salirme de mi zona de confort.
—¿Te gustaría entrar y tomar algo conmigo? — Las palabras apenas fueron un
susurro. El hoyuelo en su sonrisa parecía saber que no lo estaba invitando solo a
tomar algo.
—Me encantaría tomar algo contigo, Anna—. Sus palabras fueron lentas y decididas,
llenas de lo que no se dijo. Mis mejillas se sonrojaron, y con manos ligeramente
temblorosas, me giré hacia la puerta, intentando meter la llave en la cerradura. Tras varios
intentos, giré el pomo, y ambos entramos en el espacio tenuemente iluminado. La única luz
venía de la lámpara sobre la estufa en la parte trasera de la casa. Mi cuerpo vibraba con
anticipación mientras él pasaba a mi lado y entraba en la casa. Estaba tan cerca.
Daniel olía a algo boscoso, con un toque de césped recién cortado. Me balanceé,
intentando acercarme más. Pero cerré la puerta y seguí a Daniel al modesto salón.
El pequeño espacio estaba lleno de muebles antiguos, mantas y almohadas
acogedoras, y tantas fotos. Mi abuela tenía fotos de todo: familia, amigos, Jesús.
Su catolicismo era profundo, y si había alguna duda al respecto desde esta
habitación, el gran cuadro de la Última Cena sobre la mesa del comedor en la
habitación contigua realmente lo dejaba claro. Daniel dio una pequeña vuelta por
la habitación.
—Es una casa bonita—, dijo finalmente, girándose hacia mí.
—Gracias. No es nada especial, pero es hogar—. Él se ríe, pero no había humor,
solo oscuridad. —Créeme. Esto es lujoso comparado con donde vivo—. Sentí algo
de amargura en su tono.
Estuve a punto de preguntarle más sobre dónde vivía. No
me importaba dónde fuera. Solo quería conocerlo y estar cerca de él.
Él siempre me decía que donde vivía no era lugar para alguien como yo. Eso
realmente me enfadaba. Intenté explicarle que no venía de una familia rica. Estaba
con una beca. Pero aún parecía intimidado por sus suposiciones sobre mí y me
mantenía a distancia.
—Entonces… ¿una bebida? —, pregunté nerviosa. No
estaba orgullosa de que iba a tomar del alijo de vino de mi abuela. Pero eran
tiempos desesperados y todo eso.
—Eso suena genial—. Su encantadora sonrisa y hoyuelo regresaron. —Bien, voy a buscar
una botella de vino. Por favor, ponte cómodo—. Vi por el rabillo del ojo cómo se sentaba
en el sofá mientras corría a la cocina a buscar una botella y algunas copas.
Saqué las copas del fondo del armario superior. Tata normalmente usaba vasos de jugo,
pero quería impresionar a Daniel. Revisé que no estuvieran demasiado polvorientas, pero
parecían estar bien.
Pensé por un segundo ante de calentar algunos nuggets de pollo del congelador
y cortar algunas rebanadas de queso. Busqué la bandeja elegante de mi abuela
que usaba para las visitas y puse los nuggets, el queso y algunos tomates cherry
que estaban en la encimera. Saqué palillos y servilletas de cóctel bonitas de otro
armario. Ahí estaba, parecía elegante. Aunque dudaba que a Daniel realmente le
importaran mis habilidades de anfitriona. Equilibrando todo en la bandeja con la
botella de vino bajo el brazo, lo llevé todo al salón. Mientras ponía la bandeja en la
mesa de centro, Daniel puso su mano ligeramente en mi brazo. Una corriente de
consciencia me recorrió y casi dejo caer todo y me lancé sobre él. Pero me
contuve y destapé el vino –sí, realmente éramos elegantes en esta casa.
—No tenías que tomarte tantas molestias—, dijo, con una sonrisa cálida y fácil que
calentó mi sangre y extendió un resplandor por mi cuerpo. Agité la mano como si
recibiera invitados todas las noches.
—No fue ninguna molestia. Además, ha sido
un día largo y estoy bastante hambrienta—, mentí. Le pasé una servilleta, y él
tomó un nugget de pollo.
—Veo que estás poniendo ese título sofisticado a buen uso—, dijo, lanzándome una
sonrisa irónica. Oh, esa sonrisa iba a ser mi fin. Reí. El tono sonó extraño en mis oídos,
parte nervios y parte anticipación maravillosa.
—¿Estás gastando todo ese dinero cuando ya sabes cómo calentar un nugget de
pollo espectacular? —, bromeó mientras le daba un mordisco. Reí de nuevo.
—¡Estoy con una beca! Mira a tu alrededor, ¿parece que mi abuela o yo podemos
permitirnos esa escuela sofisticada? —Vas a llegar lejos, solecito—, dijo. Tomó su copa de
vino y se recostó en el sofá,
dando un sorbo. Me encantaba cuando me llamaba así. Daniel siempre decía que
mi rostro brillante le recordaba a un sol. Decía que era difícil estar triste
alrededor de una persona con tanta como un sol y me gustaba creer que mi presencia le
traía alegría.
Sé que su presencia me traía mucha, mucha alegría. Conecté mi teléfono al altavoz
Bluetooth –lo único moderno en el salón de mi abuela– y puse una de mis listas de
reproducciones favoritas.