Tres años atrás
El cielo de Maine estaba despejado esa mañana. El mar se extendía azul y tranquilo, con el sol reflejándose sobre las olas como un espejo perfecto. Nada parecía fuera de lugar… hasta que un rugido partió el aire.
Un avión descendía en picada, dejando una estela de humo blanco que se mezclaba con el brillo del día. Cayó sobre la costa como un golpe seco. El sonido retumbó por toda la línea del acantilado y levantó bandadas de gaviotas que salieron volando en desorden.
A unos metros, en la playa privada de una finca costera, un grupo de hombres armados vigilaba el perímetro. Custodiaban a Darién Jäger, un mafioso alemán que había llegado en su yate esa misma mañana. Estaban ahí por una reunión discreta con contactos americanos. Nadie debía saber que un extranjero tan poderoso estaba en territorio de la mafia de América.
El estruendo del avión los hizo reaccionar. Los hombres levantaron las armas, buscando la fuente del ruido. El más joven del grupo fue el primero en señalar hacia el horizonte.
—¡Allá! —gritó alarmado.
El humo subía desde una cala escondida entre rocas, demasiado cerca para su gusto. Corrieron hacia el lugar, con el aire lleno de olor a combustible y sal. Cuando llegaron, encontraron la parte trasera del avión destrozado: había trozos de metal, asientos arrancados, maletas abiertas, todo esparcido por la arena húmeda. La otra parte había caído mucho más lejos.
—Por un carajo… —murmuró uno de ellos mientras apartaba restos con el pie.
De entre los fragmentos, algo llamó su atención. Era un cuerpo. Gabriella Moretti.
La hija mayor del segundo al mando de la mafia neoyorquina yacía boca abajo, con el cabello rubio enredado y la piel cubierta de sangre y arena. Su vestido, empapado, se pegaba a su figura. Un hilo de respiración débil salía de sus labios.
—Está viva —dijo uno, agachándose junto a ella.
El jefe de seguridad se acercó y se arrodilló a su lado. Observó su cuello y de inmediato notó el collar con un rubí brillante, aún manchado de sangre. La piedra parecía recién salida del fuego.
—Busquen si hay más —ordenó al resto y cuando estos se fueron siguiendo su orden, Intentó retirarlo, pero el broche no cedía. Era una cerradura minúscula, imposible de abrir sin la herramienta adecuada.
—Esto vale una fortuna —dijo entre dientes, mirando de cerca—. Y no es cualquier joya —agregó con una sonrisa, porque abrir cerraduras imposibles era su especialidad.
Era Milton, el más hábil del grupo, un ex ladrón con manos finas, se agachó con calma. Llevaba siempre consigo un pequeño estuche metálico con herramientas.
Con movimientos rápidos comenzó a trabajar en la cerradura y cuando el broche comenzó a ceder, sonrió con malicia.
Su corazón latió fuerte cuando pudo retirarlo, Levantó el collar y lo miró brillar bajo el sol.
—Qué suerte la mía… —murmuró, y lo guardó en el bolsillo de su chaqueta.
Fue entonces cuando vio otra joya: una esclava dorada en la muñeca de Gabriella, con un dije de sol colgando con precisión. Parecía igual de costosa. El broche también era complicado de retirar, así que primero retiró el dije de sol. Lo escondió también, pero justo antes de que retirara la esclava, los otros hombres se acercaron.
—¿Hay más sobrevivientes? —preguntó tratando de disimular que había robado las joyas de la rubia.
—Nada. Solo ella. Quizá en la otra parte del avión está la demás gente.
El jefe de seguridad retrocedió, fingiendo revisar el terreno, mientras otro de ellos pedía refuerzos por radio.
A pocos metros mar adentro, el yate de Darién Jäger flotaba sobre las olas como una bestia dormida. En la cubierta, el alemán descansaba con los ojos cerrados, disfrutando del sol de la mañana. Su camisa blanca estaba abierta en el pecho y una copa de vino descansaba junto a él.
El ruido del impacto lo hizo incorporarse al instante. Su mirada aguda se clavó en la costa, y sin pensarlo dos veces, dio una orden:
—Muévanse. Quiero saber qué fue eso.
Sus hombres saltaron al bote auxiliar y se dirigieron a la playa. Darién los siguió minutos después, de pie en la proa, con el viento levantándole el cabello oscuro.
Cuando pisó la arena, su presencia impuso silencio. Alto, elegante y con la expresión de quien siempre tiene el control, observó la escena.
—¿Qué ocurrió? —preguntó, con un acento alemán marcado pero suave. El hombre estaba alarmado. Pensando que podía ser un ataque.
—Un avión se estrelló, señor. Solo hay una sobreviviente.
—¿Una mujer?
El jefe asintió.
—Está muy malherida.
Darién iba a decir que la dejaran. Que no era asunto suyo. No necesitaba problemas con la mafia americana, y menos con un accidente que podía atraer a la prensa. Pero antes de que pronunciara palabra, la vio.
Su hombre de confianza la sostenía en brazos, y por un segundo, todo se detuvo.
El rostro de ella, aún cubierto de sangre, era una hermosa obra de arte. Tenía los labios entreabiertos, la piel pálida bajo la suciedad, el cabello rubio pegado al cuello. Y aunque un costado de su cabeza estaba cubierto de sangre. Había algo casi irreal en su belleza, algo que no encajaba con la tragedia a su alrededor.
El vestido empapado dejaba adivinar su figura, delgada, delicada. Con pechos grandes que le hicieron elevar una ceja.
Darién se quedó mirándola unos segundos, sin saber por qué no podía apartar la vista.
—Llévenla al barco —ordenó, de pronto—. Que la atiendan. Rápido.
El jefe de seguridad lo miró sorprendido.
—¿Al yate, señor?
—Al yate —repitió con firmeza—. Destruyan la evidencia. Que nadie sepa que la encontramos. Pagaré lo que sea necesario para mantenerlo en silencio.
Obedecieron sin discutir. Cubrieron a Gabriella con una manta y la llevaron a bordo. El motor del yate rugió y se alejó del lugar antes de que llegaran los rescatistas.
En el trayecto, Gabriella apenas respiraba. Su piel estaba fría, y el movimiento del barco hacía que su cabeza se recostara contra el pecho del guardia que la sostenía. Darién la miraba desde el otro extremo de la cubierta, con el ceño fruncido. No entendía por qué la había salvado. Solo sabía que no podía dejarla morir.
Cuando llegaron al puerto, una ambulancia privada los esperaba. Darién pagó en efectivo. Nadie debía hacer preguntas. Nadie debía registrar nada sobre ella.
En el hospital, los médicos la llevaron directo al quirófano. Le quitaron el vestido rasgado, limpiaron la sangre, conectaron máquinas. Antes de entrar, uno de los enfermeros le entregó a Darién una bolsa con sus pertenencias: el vestido, la esclava que tardaron demasiado en retirarle, era lo único que le quedaba.
Darién abrió la bolsa y tomó la pulsera entre los dedos.
—Gabriella —repitió en voz baja el nombre grabado.
Le supo extraño, pero agradable. Lo dijo una vez más, como si quisiera probar su sonido.
—Quiero que hagan todo lo posible por salvarla —ordenó al médico—. Y cuando pueda viajar… haremos el traslado a Alemania.
El médico asintió, y Darién se quedó un instante mirando a través del vidrio. Dentro del quirófano, Gabriella seguía inmóvil, rodeada de luces.
Jäger no sabía quién era, ni qué historia traía con ella. Pero algo en su pecho le dijo que no la había salvado solo por compasión.
La había salvado porque, sin saberlo, esa mujer acababa de cambiarle la vida.
Y su nombre —Gabriella— ya no saldría de su cabeza.
***
Nueva York, actualidad
La noche había caído hace horas, y aún así Gabriella no conseguía cerrar los ojos. La habitación era demasiado grande, demasiado silenciosa, demasiado ajena.
Caminó hasta la ventana y apartó ligeramente las cortinas. Abajo, el jardín estaba iluminado por la luz de las farolas y la lluvia fina que comenzaba a caer. Contó a los hombres de pie, con sus chaquetas oscuras y la misma postura rígida.
Había siete hombres vigilando un solo patio.
No sabía cuántos más habría dentro de la casa, pero estaba segura de algo: dos estaban justo afuera de su puerta. Los escuchaba moverse, cambiar turno, murmurar su nombre como si fuese un secreto.
—Te odio, Dante Brown —susurró entre dientes, en el reflejo de su propio rostro devolviéndole una mirada cansada.
En ese momento, una camioneta cruzó el portón de hierro y se detuvo frente a la entrada. Gabriella contuvo el aliento. La puerta del vehículo se abrió y él bajó.
En un traje ajustado, con postura firme, y esa jodida calma peligrosa en su forma de moverse.
Dante alzó la vista, como si supiera que ella lo observaba. Sus miradas se encontraron a través del cristal.
Ninguno se movió. Ninguno bajó la mirada.
Luego, él simplemente siguió su camino hasta perderse dentro de la casa, dejando tras de sí esa sensación extraña que siempre la acompañaba desde que lo conoció: una corriente que abrazaba su cuerpo, que la asfixiaba al mismo tiempo.
Pasaron algunos minutos antes de que la puerta se abriera. La misma sirvienta de la tarde entró con la cabeza baja, sosteniendo una charola.
—El señor Brown ordenó que le trajera la cena a las ocho —dijo con voz suave, dejando el plato en el buró.
—Gracias —respondió Gabriella, sin más.
La mujer hizo una leve reverencia y se fue sin añadir nada.
Gabriella se quedó sola, mirando el plato de comida sin tocarlo.
No sabía qué esperar de esa noche. Ni qué quería realmente Dante de ella. Solo sabía que estaba en su casa, bajo su control, y que nada de eso tenía sentido.
A la mañana siguiente, abrió los ojos con pesadez. No recordaba en qué momento se había dormido. Sin embargo se incorporó y caminó al baño. Se cepilló los dientes, se lavó la cara y cepilló su cabello.
Y también se sorprendió a sí misma, porque pese a su encierro. Ella quería cambiarse de ropa, arreglarse.
Mientras terminaba de asearse, pensó en lo que Dante había dicho la tarde anterior: que la llevaría a comprar ropa.
Entonces una idea se encendió en su mente. Si lograba salir de esa casa, si encontraba el momento exacto, podía escapar.
No sabía a dónde, pero no iba a quedarse esperando como una prisionera.
Un golpe suave en la puerta la hizo girar. Era la sirvienta otra vez, era la misma sirvienta de las otras veces, sostenía una bandeja en las manos.
Gabriella arqueó una ceja.
—Dígale a su amo que quiero verlo —ordenó a la mujer apenas dejó la charola en el buró de junto.
La mujer la miró con evidente duda.
—No sé si el señor... —
—Dígale que quiero verlo —interrumpió Gabriella, repitiendo su orden—. Quiero verlo, ahora.
La sirvienta titubeó, pero al final asintió y salió.
Gabriella caminó hasta la ventana, cruzando los brazos. Su corazón latía rápido, aunque no lo admitiría.
Pasaron pocos minutos en los que estuvo caminando de un lado a otro, antes de que la puerta volviera a abrirse.
Dante entró.
Llevaba una camisa negra de cuello alto que se apretaba descaradamente a su cuerpo. Tenía la mirada fija, y una calma tan calculada que parecía ensayada.
Gabriella lo enfrentó con la barbilla en alto, sin apartar la vista.
—¿Dormiste bien, esposa? —preguntó él, caminando despacio hacia ella.
Su voz era más baja que la noche anterior. No había ira, solo un tono firme, casi tranquilo.
Se detuvo frente a ella y tomó un mechón de su cabello, dejándolo deslizar entre sus dedos. Llevándolo con lentitud hasta su nariz para olisquearlo.
Gabriella notó que su expresión había cambiado. Ya no se veía furioso. Todavía había algo de enojo en su mirada, pero más contenido, como si hubiese decidido controlarlo.
Ella no se movió. No le daría el gusto de pensar que le temía.
—¿Para qué me llamas con tanta urgencia? —murmuró Dante.
—Necesito hablar contigo —respondió ella con la misma firmeza—. Como personas civilizadas —agregó elevando el mentón.
Él soltó el mechón y caminó hacia el ventanal abierto. La brisa de la mañana movía las cortinas y dejaba entrar el sonido distante del exterior.
—Te escucho —dijo, sin volverse.
Gabriella apretó los labios.
—Quiero saber qué quieres de mí. —Su voz no tembló—. ¿Por qué yo?
Dante se giró lentamente, apoyando una mano en el marco de la ventana.
Ella continuó:
—De entre todas las mujeres que podrías tener, ¿por qué elegirme a mí como esposa?
El silencio se estiró entre ellos.
Gabriella bajó un poco la voz.
—Es absurdo pensar que quieras a una mujer que no conoces. De la que no sabes nada y la elijas para ser tu esposa —hizo una pausa—. ¿Acaso me conoces, Dante?
Él la observó largo rato, sin responder.
Pudo haber dicho que sí.
Pudo haberle contado que la había buscado durante años, que había cruzado fronteras, que había perdido hombres en el proceso, que cada noche la imaginaba con vida.
Pudo decirle que amarla era lo único que lo había mantenido cuerdo. Lo que lo hacía aferrarse a la vida.
Pero no lo hizo.
Porque decirlo no cambiaría absolutamente nada.
Porque verla ahí, sin reconocerlo, era más castigo del que estaba dispuesto a soportar.
Y porque su orgullo, ese que había heredado de los Brown, le impedía querer que se quedara con él solo por un pasado que no tenía puta idea de que existía.
Dante respiró hondo, bajó la mirada un segundo y luego la sostuvo con calma.
—Te vi ese día —dijo al fin —. Con tu vestido de novia. Y supe que te quería para mí —soltó con simpleza.
Dante dio un paso hacia ella, acortando la distancia hasta que el aire entre ambos pareció volverse más denso.
—Me gustas —murmuró, su voz grave, sin titubeos—. Me gustas mucho.
Gabriella lo miró en silencio, sin saber si debía retroceder o responderle. Había algo distinto en su mirada, una mezcla de deseo y enojo. ¿Era cierto eso?
Después de que Dante supo que Gabriella seguía siendo solo suya, parte de su enojo había pasado. Porque era conciente que nada de eso era culpa suya. La rabia no le había permitido pensar claro. Ahora estaba dispuesto a recuperarla por completo. No será fácil, lo sabía. Pero no le importaba. Porque lo que sí tenía claro… es que ella era suya. Que sus destinos estaban trazados y que si la había encontrado después de tanto. No sé podía permitir soltarla. Su lugar estaba a su lado. Sus apellidos unirían al fin a las dos familias más poderosas en la mafia neoyorquina. Y ella, lo quisiera o no, pertenecía a su lado.
Ella frunció el ceño.
—No soy un objeto, Dante. No soy un perro de la calle que necesite ser rescatado. No puedes elegir que sea tu esposa, solo porque te viene en gana.
Él sonrió apenas, esa sonrisa que siempre escondía peligro. Recordaba esa parte de ella. La altiva, rebelde. Esa mujer que no permitía que pasaran por encima de ella.
Pero era una parte que jamás era dirigida hacia él. Y que ahora lo estaba retando.
—Lo tengo claro. —Su mirada bajó un segundo a sus labios antes de volver a su rostro—. No eres un objeto, pero también es cierto que sí puedo hacer lo que me venga en gana y tú, ya eres mi esposa, y pronto serás mi mujer.
Gabriella soltó el aire lentamente. Aquella frase le erizó la piel. Y de momento no ganaría nada con contradecirlo.
—Dijiste que me comprarías ropa —musitó con un tono más bajo, ligeramente impregnado de inocencia—. Necesito cambiarme. No puedo vestir solo esto. —Señaló el pantalón y la playera holgada que llevaba.
Dante frunció el ceño, ante su cambio repentino de actitud. Porque ahora parecía más... ¿sumisa?
—Andando. —dijo alto y se giró hacia la puerta. Te llevaré de compras.
—¿Ahora? —preguntó, sorprendida.
—Sí. Tengo el día libre. Apresúrate
Media hora después, la camioneta negra se deslizaba por el camino. Gabriella y Dante iban en la parte trasera, en silencio. Estaban tan cerca del otro que ella pudo oler su colonia. Un aroma embriagador que la hizo estremecerse. Se obligó a mirar por la ventana. Afuera, los hombres de Dante abrían los portones y se alineaban mientras el vehículo avanzaba. Era impresionante el poder que ese hombre mostraba.
El trayecto fue corto. Llegaron al centro comercial y avanzaron hasta una de las tiendas más grandes, como era de esperarse, Dante no pasó desapercibido. Su sola presencia imponía.
De inmediato ordenó a sus hombres colocarse en las salidas, en la puerta principal y en la del personal. Para evitar cualquier intento de escape de su ahora esposa.
—Elige lo que quieras —dijo con calma. Con un tono sereno que la confundía.
Gabriella lo miró con una mezcla de fastidio y desafío. Si él quería jugar a ser su esposo, debía atenerse a las consecuencias. Así que no escatimó. Caminó entre los pasillos de la tienda, eligiendo prendas sin miedo. Vestidos cortos, blusas ajustadas, telas que resaltaban su figura. Lo hacía tanto porque le gustaban, porque había cierta excitación en gastar su dinero. Y porque sabía que él la observaba.
Y vaya si lo hacía. Dante la seguía con la mirada, apoyado contra una columna, tenía las manos en los bolsillos. No decía una palabra, pero su mirada lo decía todo.
Ella fingió ignorarlo, pero sentía cada segundo cómo sus ojos se deslizaban por su cuerpo. Intentó concentrarse en las perchas, en las texturas, en cualquier cosa que no fuera él. Hasta que se acercó al mafioso luego de un rato.
—Voy a probarme esto —anunció finalmente, con un vestido entre las manos.
Dante asintió sin moverse. Luego la siguió hasta la entrada de los probadores, pero no sé quedó ahí, en cambio entró con ella y se sentó en el pequeño sofá que había dentro.
—Pruébatelo —siseó con voz baja, recargando la espalda en el respaldo. Colocó el tobillo izquierdo sobre su pierna derecha con calma, como si nada pudiera alterar su control.
Gabriella lo miró con incredulidad.
—Estás imbécil si crees que me voy a cambiar delante de ti.
Él ladeó una sonrisa apenas perceptible.
—No pienso correr el riesgo de que intentes escapar. Tómate tu tiempo, tenemos todo el día.
Gabriella apretó los labios. Le hervía la sangre, era un maldito. ¿Cómo se atrevía? Pero no le daría el gusto de verla perder el control.
—Está bien —respondió, firme. Apretando los dientes.
Colocó las prendas en un sofá más grande y corrió la cortina. Intentando ignorar el hecho de que podía sentirlo del otro lado, como un maldito buitre esperando morir a su presa para devorarla. Sabía que él no se iría. Y sobre todo, que la vería desnudarse.
El silencio se volvió pesado. Cada movimiento parecía amplificarse. Ella alzó la mirada y lo vio a través del espejo: mientras comenzaba a quitarse la playera.
Dante observó con atención sus pechos llenos debajo del delicado sujetador que compró para ella. Le quedaba perfecto.
—¿Disfrutas del espectáculo? —preguntó ella con sarcasmo, sin apartar la mirada del reflejo. Sentía que su pecho hervía.
Dante sonrió con descaro.
—Te lo dije… me gustas.
La frase, dicha con tanta calma, la descolocó. Pero se mantuvo erguida y comenzó a despojarse del pantalón.
La mirada esmeralda del mafioso recorrió la caída de la prenda. Observó sus nalgas redondeadas, debajo de su estrecha cintura. Las bragas resaltaban el contorno de su carne. Cubriendo apenas una mínima parte.
Dante maldijo para sus adentros, de por sí ya había sido demasiado el tiempo en celibato. Lo más que había hecho era darse placer con su mano. Mientras recordaba su imagen. Y ahora incrementaba la tortura.
Su polla estaba dura debajo de la tela. Se apretaba con furia en su pantalón, luchando por ser liberada.
Gabriella sentía las orejas calientes, y lo atribuyó a la humillacion de tener que desvestirse frente a él. Aunque por supuesto, pudo negarse. Pero ella pensaba que si tenía un momento a solas en el probador, podría buscar la forma de escaparse. Claramente no había resultado bien.
Se colocó una vez más su ropa. Y dijo:
—Es todo.
Dante asintió, pero no la miraba a los ojos. Ella siguió su mirada y notó cómo él ni siquiera intentaba disimular la dureza de su entrepierna.
—Maldito pervertido —susurró pasando junto a él, con una mueca entre enojo y nerviosismo.
Él rio bajo, sin negarlo.
—Y aún así, me sigues hablando —respondió con la voz ronca.
Gabriella quiso responder, pero prefirió guardar silencio. Salieron del probador, y al poco tiempo los guardias ya estaban cargando las bolsas. Afuera, la camioneta los esperaba.
El regreso fue silencioso. Gabriella se apoyó contra el asiento, no siquiera había tenido oportunidad de escabullirse.
Dante miraba por la ventana, los dedos golpeando el reposabrazos con ritmo lento.
No había palabras, pero la tensión era un hilo invisible entre ambos. Una que sus cuerpos conocían muy bien.