Mi día comienza muy temprano por la mañana. Me levanto, entro al baño, tomo una ducha para despejar mi mente y terminar de despertar. Cepillo mis dientes, salgo directo a la cocina y me pongo a preparar el desayuno. Los chicos bajan, van al colegio y mi esposo se retira al trabajo. Terminan de desayunar y cada quien se va a sus labores diarias. Yo me quedo en la casa, recogiendo cada desastre que dejan mis hijos y mi esposo: ropa por todos lados, lavar, planchar, limpiar recámaras, recoger la cocina, y sí, ese es mi día a día.
Y van a decir ustedes, ¿qué de interesante tiene mi historia? Pues sí, les quiero platicar cómo sobrevivir a un divorcio, porque después de veinte años de casada, mi esposo llegó y, sin ninguna explicación, me pidió el divorcio.
Mi nombre es Victoria Hernández, vivo en Los Ángeles, California, pero mis padres son mexicanos. Tengo 38 años y tres preciosos hijos. Cuando tenía solamente 18 años, entré a la universidad y ahí conocí a un aspirante a abogado, guapísimo, que era el capitán del equipo de fútbol. Cuando solo tenía dos años en la universidad, Gabriel estaba a punto de acabar su carrera. Me dieron la noticia de que estaba embarazada. Para mí fue maravilloso, ya que tenía el apoyo de mis padres y de Gabriel; sabía que él no me dejaría sola.
Traté de seguir yendo a clases, aún con mi embarazo, y después de que nació mi bebé, quería terminar mi carrera. Yo estudiaba lo mismo que Gabriel; quería ser algún día una gran abogada, alguien implacable, que siempre recordaran. Pero mi sueño se frustró una noche. Gabriel llegó y, sin más:
—Amor, creo que no es necesario que sigas estudiando. En el despacho donde estoy trabajando, me va muy bien y puedo solventar los gastos. Creo que si sigo así, me darán un ascenso.
—¡Qué bueno, amor! ¡Felicidades! Pero solo me falta un año para terminar mi carrera. No quisiera dejarla así, quiero ser una profesional.
—Vamos, Vicky, no lo necesitas. Yo te voy a dar todo. Vas a ver que siempre vamos a ser muy felices.
Con la promesa de que siempre iba a ser feliz con el hombre con el que había dado el "sí" ante un altar, y el estar cerca de mi bebé, ni siquiera lo dudé. Sabía que en la vida teníamos que hacer sacrificios. Amaba mi carrera, pero amaba más a mi familia, esta pequeña familia de tres, que después de un par de años, se agregó un m*****o más. Sin duda, fue uno de los momentos más felices de mi vida. Tenía un hogar estable, mi esposo era un hombre amoroso, considerado, y una preciosa bebé llegó a nuestro hogar.
Mi vida se volvió rutinaria: mis hijos van al colegio, hago comida, espero a mi esposo con la cena. Siempre eran las mismas tareas. Cuando vi un poco de aire, mis hijos ya habían crecido y pasó sin darme cuenta. Yo tenía hambre de más; siempre tuve ambiciones, propósitos en la vida, deseos. Pero para mi esposo, la sola mención de volver a la universidad lo ponía de malas. Y entre su trabajo, que ya era bastante, la casa y ponerlo de malas con mis tonterías, como él las llamaba, prefería no mencionarlo. Pero mi sueño ahí seguía.
Una noche me decidí a mencionarle que mis hijos ya no dependían tanto de mí, ya no eran tan pequeños. Estábamos acostados a punto de dormir y él solo suspiró.
—Vicky, ya no lo intentes más. Ya no eres una jovencita. ¿No te daría vergüenza regresar a tu edad a la universidad? Mejor ponte a cuidar a los niños y deja de decir tonterías.
Mi corazón se estremeció al escuchar esas palabras. Sí, era verdad, ya no era una jovencita, pero tampoco era una anciana que no pudiera pensar en la universidad. Y no, no me daría vergüenza, porque para estudiar y terminar una carrera creo que no hay edad. Me volteo y le doy la espalda. Mis lágrimas comenzaron a correr por mis mejillas, pero no quiero que se entere. Sin esperarlo, siento su mano en mi abdomen, me acuesta boca arriba y se sube encima de mí.
—Vamos, amor, no te enojes conmigo. Mejor quítame el estrés.
Sinceramente, no tengo ganas de nada, pero no se lo hago saber. Empieza a besarme y solo lo dejo que siga; ni siquiera me excita. De pronto, quita mi ropa interior y coloca su m*****o en mi entrada. Cuando me penetra, yo grito y no es precisamente de placer, ya que al no estar mojada me lastimó cuando me embiste, pero él ni cuenta se da. Cuando termina, me da un beso en la frente y se acuesta a mi lado. Trata de abrazarme, pero yo le doy la espalda.
—Vamos, amor, estuvo delicioso. No lo puedes negar. Deja de pensar en pendejadas. Solo necesitas cuidar a nuestros hijos y atendernos. Sabes que jamás te faltaría nada conmigo y somos muy felices. Todos estos años lo hemos sido, así que relájate, no te preocupes por nada.
Todos estos años he tratado de sobrellevar mi matrimonio, tratando de no pelearnos, discutir, y si hay algún problema, platicarlo para poder resolverlo. Pero en serio, ¿estuvo delicioso? ¿De dónde pensar en pendejadas? Querer superarme es pensar pendejadas. Querer ser alguien en la vida, obviamente no descuidaría por nada del mundo a mis hijos, porque es lo que más amo. Pero no por eso tengo que dejar de lado mis sueños. Creo que lo pienso demasiado tarde. Y sí, no lo voy a negar, soy feliz, al menos en mi pequeña realidad. Soy feliz, pero no me puedo relajar, porque soy una mujer que, cuando se le mete algo en la cabeza, no se le sale por nada del mundo. Y este hombre, estoy enfrente de él y no me ve.
Desgraciadamente, después de tantos años juntos, se ha perdido un poco el deseo, la pasión. No lo sé, siempre me creí una mujer caliente, desinhibida, pero con el paso del tiempo, y a lo mejor de los años, mi libido ya no es el mismo. Y por eso, en la ocasión que estuve con él, mi periodo no llegó. Cuando fui por una prueba de embarazo a la farmacia y me dio positivo, miré al cielo y pensé que era una señal de Dios. Él tiene escrito mi destino. Entonces, era estar en casa y criar a mis hijos. Eso era mi destino.
Pero al pasar el tiempo y los años, mi esposo fue cambiando. Las llegadas de su trabajo cada vez eran más tarde, trabajaba fines de semana, ya no pasaba tiempo con nosotros como la familia que éramos. De sexo ni siquiera hablamos; un beso en la frente en las mañanas era lo que recibía de él antes de partir a la oficina. Y mis hijos cada vez más independientes. Sinceramente, me sentía que ya nadie se ocupaba de mí, pero me seguía aferrando al matrimonio que, cuando me casé, pensé construir.
Sin decirle nada a mi esposo, decidí regresar a la universidad. Mi hijo ya estaba en bachillerato y quería terminar antes de que él ingresara, ya que me imagino que sería una vergüenza que tu madre vaya contigo a la universidad, al menos para él. Mis clases serían por la mañana; nadie se daba cuenta a dónde me marchaba. Nunca fui una mujer celosa y mi esposo tampoco. Teníamos la seguridad de que nos éramos fieles, así que esperaba que nadie se enterara. Pero mi deseo, a pesar de ser una persona adulta, era terminar mi carrera.
El tiempo fue pasando y más rápido de lo que pensé. Solo faltaba un semestre para que me graduara de la universidad. ¿Quién lo iba a decir que, cuando él decía que ya no valía la pena? Me gustaría compartir con ellos este logro, pero tampoco quería que mi esposo se molestara. Ahora que era un adulto, pensaba en qué tan egoísta podría ser él. Tenía su carrera terminada, tenía un empleo, un ascenso, y yo siempre me alegraba de sus logros, pero él jamás quiso que yo avanzara. Ahí, en ese momento, debí de haberme dado cuenta de todo, pero fui muy ciega y ya era un poco tarde para poder cambiar las cosas.
Él jamás cambiaría. Yo seguiría siendo la esposa que se queda en casa, cuidando a los hijos, o al menos eso era lo que él planeaba. Pero ya no iba a ser de esa manera, porque estaba decidida a darle alas a mi carrera, a hacerme alguien, a que mi nombre sea reconocido, a que todo lo que había soñado se cumpliera. Sinceramente, ya nadie dependía de mí, nadie necesitaba que lo cuidara. Eran independientes, así que ahora tocaba pensar un poco en mí.