Victoria
Mi rutina de siempre: levantarme muy temprano, meterme a la ducha para despertar, lavar mis dientes y bajar a preparar el desayuno. Pero antes de salir de la recámara, algo me detiene: mi esposo no llegó a dormir anoche. Es extraño porque lo esperaba hasta tarde, y con un mensaje me dijo: “Duérmete, Vicky, tengo mucho trabajo, llegaré muy tarde." Él jamás ha faltado a casa. Me acerco a la mesa de noche y tomo mi teléfono; no hay llamadas ni ningún mensaje. Marco su número y timbra varias veces, pero no contesta. No me quiero preocupar antes de tiempo; por ahí dicen que las malas noticias vuelan.
Cuando los chicos ya están listos para ir al colegio, empiezo a prepararme para irme a la universidad. Soy la primera en mi clase y la verdad es que esto me apasiona. Tomo el teléfono y vuelvo a marcar, pero nada. Entonces se me ocurre llamar a su oficina.
—Buenos días, despacho Montaner. ¿En qué le puedo servir?
—Buenos días, Margarita. ¿Se encontrará el licenciado Gabriel? Soy Victoria, su esposa.
—Buenos días, señora. Mucho gusto en saludarla. El licenciado Gabriel ayer salió temprano y todavía no ha llegado. No sé si gusta dejarle un recado.
Al escuchar eso, mi corazón se agita. Temprano, si él dijo que trabajaría hasta muy tarde, y todavía no ha llegado a casa, y ni siquiera contesta su teléfono. Pero no puedo decirle eso a su asistente. Sin embargo, como buena futura abogada, tengo mis trucos bajo la manga.
—No, Margarita, no te preocupes. Lo que sucede es que se le olvidaron algunos papeles y no sé si sean muy importantes para alguna reunión del día. Trato de comunicarme con él al celular, pero creo que se quedó sin batería.
—No se preocupe, señora Victoria. Si gusta, puedo mandar por ellos, pero no creo que sean muy importantes, ya que hemos tenido una carga ligera de trabajo.
—Gracias, Margarita. Seguiré insistiendo con Gabriel.
Definitivamente, mi mamá decía en el pueblo: "Ojo de loca no se equivoca", y aquí hay gato encerrado. Pero no me quiero hacer ideas que no son. Salgo de casa y me voy a la universidad. Quisiera que pasara más rápido el tiempo; ya falta tan poco para tener mi título en mis manos, es lo que más deseo. Cuando entro al salón de clases, está mi mentor. Es extraño, no hay alumnos.
—Buenos días, profesor. ¿Disculpe, me equivoqué de clase? Es que veo que no hay nadie.
—Buenos días, Victoria. No, no te equivocaste de clase. Pasa, siéntate. Mandé a los chicos a hacerme unos escritos para ver en qué rama se quieren especializar. ¿Tú ya lo has pensado?
Yo suspiro y sonrío, tomo asiento y me quedo callada por un momento. Creo que lo sé desde que decidí estudiar esta carrera: quiero especializarme en lo familiar y en lo penal.
—¿Y bien?
—Pues, profesor, a lo mejor me va a decir que estoy loca, pero me quiero especializar en casos familiares y en los penales.
—¿Por qué diría semejante cosa? Claro que no estás loca. Victoria, quiero preguntar algo. Sé que no me debo de meter en tu vida, y si tú no quieres contestar, no es necesario que lo hagas. Pero, siendo una mujer tan inteligente y tan apasionada en esta carrera, ¿por qué nunca te diste el tiempo de estudiarla hasta ahora?
Yo solo suspiro porque no le puedo echar la culpa a mis hijos. Cuando mi hijo mayor, Gabriel, nació, yo me esforzaba mucho para ir a la universidad, pero mi esposo fue el que vio que no era necesario hacerlo. Ahora lo pienso y digo que es una estupidez.
—Le voy a ser sincera: me casé muy joven y tenía a mi bebé.
El profesor me interrumpe. Yo solo sonrío porque en lo que me dice tiene razón.
—Bueno, Victoria, pero eso no es una excusa, porque yo he tenido muchos estudiantes que tienen tu mismo caso y terminan sus carreras.
—Lo sé, profesor, pero realmente mi hijo no fue el problema, porque aunque mi hijo había nacido, yo seguía yendo a la universidad. El problema fue mi marido; él nunca vio necesario que yo terminara de estudiar.
—Entonces quiero suponer que, como tus hijos ya están grandes, tu marido te apoyó para que siguieras estudiando tu carrera.
Yo solo niego. Qué equivocado está el profesor, pero eso no se lo quiero decir. ¿Qué va a pensar de mi matrimonio? Creo que los trapos sucios se lavan en casa.
—No precisamente, pero lo importante es que estoy aquí y muero de ganas por terminar mi carrera y ser la mejor abogada que hay en Los Ángeles.
—Esa es una señal para mí de que no debo preguntar más. Pero respecto a ser la mejor abogada de Los Ángeles, estoy seguro de que lo vas a lograr. Y precisamente de eso quería hablar contigo: tengo un amigo que tiene un bufete muy importante. Es un poco amargado, pero es un buen hombre. Ha sufrido mucho en la vida, por eso su carácter. Pero tú eres una mujer dulce; sé que lo vas a poder sobrellevar y me gustaría que trabajaras con él.
—Pero, profesor, todavía me faltan algunos meses para terminar.
—Así es, pero no puedo dejar libre a la mejor estudiante que he tenido en demasiado tiempo. Así que, ¿qué dices? ¿Te gustaría trabajar con mi amigo?
Esta propuesta jamás pensé que me la fueran a hacer a mí. Me imagino que seré solamente una pasante.
—Claro que me gustaría. ¿En qué bufete trabaja su amigo?
—Bueno, mi amigo no es precisamente un trabajador, sino que es el dueño. Es en el bufete Casares y Asociados.
Yo abro los ojos, que casi creo que se me van a salir. No podría trabajar ahí; Gabriel me va a matar. Es el mejor bufete de Los Ángeles y la competencia del bufete donde trabaja Gabriel. Nunca han podido superar a Casares y Asociados, y tener una propuesta así es lo mejor.
—¿Cuándo tendría que empezar?
—Bueno, mi amigo me pidió a mi mejor estudiante. Se atraviesa el fin de semana; me voy a reunir con él y le voy a informar que a partir del lunes te presentas a su oficina. ¿Te parece?
No, no me parece. Bueno, sí me parece. Ay, Dios, qué confusión. Es lo mejor que me ha pasado, pero ¿qué pensará Gabriel de todo esto? Necesito platicarlo con él, pero no creo que lo tome de la mejor manera.
—Claro, profesor. Mil gracias por todo.
Yo me levanto; él solo me sonríe y estrecha mi mano. Voy directo a casa y me sudan las manos. Sinceramente, no sé qué le voy a decir a Gabriel, cómo se lo voy a decir. Pero no me esperaba la gran sorpresa que me tenía Gabriel cuando llegó a casa. Está sentado en la sala con los brazos cruzados.
—¿Dónde diablos estabas, Victoria?
Ahora soy Victoria, ya no soy Vicky.
—No, aquí la pregunta es: ¿dónde has estado tú? Porque ayer saliste de tu oficina y no regresaste a casa. Ni siquiera te tomaste la molestia de avisarme que no vendrías a dormir.
—Yo no tengo por qué darte ninguna explicación.
—¿Y yo sí?
—Sí, claro que sí, eres mi esposa.
—¿Y tú qué eres mío?
—Deja de decir idioteces, Victoria. Es más, no me interesa dónde estabas. Solo vengo a recoger mis cosas y a decirte que quiero el divorcio.
Ahora sí que quedé en shock. Sabía que no éramos el matrimonio perfecto, pero jamás pensé que me fuera a pedir el divorcio.
—¿Y se puede saber por qué?
—Porque ya no siento lo mismo por ti, porque ya no te amo, simplemente por eso.
Veo cómo él va a la recámara y toma una maleta. Empieza a sacar toda su ropa. No puedo detener mis lágrimas, pero veo que a él no le afecta nada. ¿Cómo es posible que de la noche a la mañana venga y me dé una estúpida excusa diciendo que ya no me ama? ¿Cómo dejas de amar a una persona que lleva veinte años a tu lado?
—Gabriel, por Dios, detente. Dame una explicación.
—¿Qué quieres que te diga que no te he dicho ya? No te amo, no te deseo. Victoria, no te humilles más; simplemente ya no quiero estar contigo.
—¿Tú crees que es humillarse en pedirte una explicación? Creo que por este matrimonio que lleva veinte años y que he dado todo por mi familia, me la merezco.
—Ese es tu problema: que piensas que quedarte en casa y atender a nuestros hijos es todo. ¿Dónde quedó aquella mujer hermosa, inteligente, de la que me había enamorado? Ya no está; solo queda el recuerdo.
Son las palabras más duras que le he escuchado decir a la persona con la que me casé, aquel hombre maravilloso, tierno, comprensivo. No queda nada, pero si piensa que voy a rogar por un hombre que no valoró todo lo que le di, está muy equivocado.
—Vale, mándame tus abogados y una cosa más: sé que te vas a arrepentir. No, no lo sé; estoy segura de que te vas a arrepentir. Pero cuando tú vuelvas, esta Victoria ya no estará. Acuérdate de estas palabras, porque tú sí te vas a humillar.