GRECIA VENTURA Dos días habían pasado desde que llegué a la casa de los Corleone, y no había salido ni una sola vez de mi habitación. Darma se encargaba de llevarme la comida y todo lo que necesitaba estaba allí, en ese cuarto que se había vuelto mi prisión silenciosa. La mansión permanecía en un inquietante silencio, como si nadie más habitara sus pasillos. Ni siquiera se escuchaban las risas o pasos de las niñas, lo cual me erizaba la piel. Abracé mi vientre instintivamente, como si con ese gesto pudiera proteger a mi bebé. Sentí que iba a desfallecer. No quería estar más allí. No podía seguir allí. Sin embargo, cuando caía la tercera noche, la puerta se abrió de golpe, sobresaltándome. Era Dante. Llevaba en brazos a la pequeña Angela, dormida contra su hombro, ella tenía su dedito

