El cielo de San Francisco estaba cubierto por una neblina espesa, de ese gris mate que anuncia tormenta. Un clima demasiado adecuado para el día en que despedíamos a Salvatore y a su esposa. Nunca pensé que volvería a esta ciudad con un propósito tan devastador.
Me mantuve a prudente distancia mientras los féretros descendían. Podía sentir cómo el silencio de la ceremonia me apretaba el pecho, más de lo que estaba dispuesto a admitir. Salvatore había sido muchas cosas en mi vida, pero sobre todo… había sido un faro. Y ahora me quedaba sin norte.
Fue entonces cuando la vi. Ella. Valentina.
De pie frente a la tumba, con los ojos enrojecidos y el cuerpo temblando como si cada respiración la desgarrara por dentro. Y sus ojos… unos ojos verdes, intensos, imposibles de ignorar incluso bajo la sombra del dolor.
Los mismos ojos que, según Salvatore, tenía de niña. Los ojos que había querido proteger del mundo.
Su mirada se cruzó con la mía por un instante y sentí un golpe seco en el pecho. No sabía si era compasión, desconcierto… o algo que no tenía derecho a sentir.
No sabía si debía acercarme. Salvatore había sido claro en sus instrucciones, pero nada me había preparado para enfrentarla así: rota, vulnerable, furiosa con el mundo entero.
Carla —su amiga, según me habían dicho— la sostuvo cuando sus rodillas cedieron. Yo apreté los dientes. No era mi lugar intervenir, no aún. Pero cada fibra de mi ser me pedía hacerlo.
Cuando el sacerdote terminó la ceremonia y las rosas comenzaron a caer sobre los ataúdes, Valentina se derrumbó. Cayó de rodillas sobre el césped húmedo, ajena a las miradas que intentaban compadecerla.
Yo di un paso hacia adelante, casi sin darme cuenta.
No podía verla así. Y sin embargo, debía hacerlo.
Salvatore confiaba en mí. Y si algo aprendí trabajando a su lado, fue a respetar el momento exacto en el que debía actuar.
Cuando la vi hundir el rostro entre sus manos, incapaz de sostener su propio peso emocional, supe que ya no podía esperar más.
Me acerqué. Puse una mano firme sobre su hombro. Sentí cómo tensó todo su cuerpo bajo mi tacto, lista para romperse o para atacar.
—A tu padre no le gustaría verte así —dije. Era lo único verdadero que podía ofrecerle sin traicionar su memoria.
Ella levantó la cabeza. Y esos ojos verdes, brillantes por las lágrimas y encendidos por la rabia, me atravesaron como una descarga. No entendía cómo podía verse tan frágil y tan feroz al mismo tiempo.
—¿Quién eres? —preguntó, con la voz rota—. ¿De dónde conoces a mi padre? ¿Eres otro de esos empresarios italianos que ni siquiera sé quiénes son?
Respiré hondo antes de responder. No podía permitirme dudar.
—Soy Alessandro Mancini. No soy empresario, si eso te tranquiliza. Era la mano derecha de tu padre en la empresa.
La palabra empresa cayó como una piedra entre nosotros. Ella retrocedió un paso, como si esa sola sílaba fuera una amenaza.
—No quiero saber nada de esa empresa —dijo, dejando escapar toda la rabia que contenía.
Intentó alejarse, pero la sujeté del brazo. Su piel estaba fría por la lluvia que empezaba a caer.
—Tu padre me habló mucho de ti —dije, cuidando mi tono—. Dijo que eras valiente, inteligente, alegre… pero ahora solo veo a una mujer consumida por la ira.
No la juzgaba. La provocaba. Porque a veces el dolor paraliza, y necesitaba que reaccionara.
Pero cuando sus ojos verdes se encendieron aún más, entendí que quizá había empujado demasiado fuerte.
—¡Tú no me conoces! —gritó, liberándose de mi agarre—. ¿Tienes idea de cómo me siento? ¡Mataron a mis padres, por si no te has enterado!
Se alejó corriendo. Y yo me quedé mirándola, sabiendo que la había empujado al límite.
La seguí. No porque fuera mi obligación, sino porque algo dentro de mí —algo que no sabía nombrar— me impidió dejarla sola.
La encontré junto a un pequeño lago, abrazándose a sí misma, con esos ojos verdes perdidos en el agua como si buscaran respuestas que nadie podía darle.
Me senté a su lado sin pedir permiso.
—Valentina —dije finalmente, con voz más baja—. Sé exactamente cómo te sientes. Y por eso estoy aquí. Tu padre me pidió que, si algo le ocurría, fuera yo quien te cuidara… y te ayudara a adaptarte a lo que está por venir.
Ella giró apenas la cabeza. Sus ojos verdes seguían húmedos, pero había una fuerza que empezaba a asomarse detrás del dolor.
—Tú no eres mi padre —susurró.
—Lo sé —respondí, mirando el lago—. Pero a partir de hoy tu vida no será la misma. Vas a necesitarme, aunque ahora no lo creas.
Y supe —con una certeza que no quería admitir— que era verdad.
Ese fue el instante en que entendí que nada sería igual para ninguno de los dos.