ATRAPADOS

1016 Words
Habían pasado dos días desde el funeral y, aunque intentaba mantenerme ocupado, no podía sacudirme la sensación de estar atrapado en un espacio suspendido entre el pasado y el futuro. San Francisco tenía un silencio particular: no era el silencio elegante de Milán ni el silencio solemne de la empresa… era uno que presionaba el pecho, que llenaba cada rincón con un eco incómodo. Y en medio de ese silencio, solo pensaba en ella. En Valentina. En la forma en que había gritado. En la furia en sus ojos verdes. En cómo se había alejado de mí sin mirar atrás. Me repetía que no debía involucrarme más de lo estrictamente necesario. Que mi papel en su vida era temporal, administrativo, una responsabilidad delegada por su padre, nada más. Pero cada vez que la recordaba arrodillada junto a la tumba, con el mundo cayéndosele encima, entendía que Salvatore había puesto en mis manos más de lo que yo estaba preparado para sostener. Ese día tenía que reunirme con el abogado encargado del testamento. Sabía que Valentina también asistiría, pero confiaba en que llegaría a tiempo para estar esperándola y evitar otro encuentro caótico. Me equivoqué. Cuando la vi entrar en la sala de espera de la oficina de Felipe Narváez, supe que la herida seguía abierta. Llegó envuelta en un abrigo oscuro, con el cabello revuelto por el viento frío de la tarde. Y esos ojos—esos malditos ojos verdes—me encontraron con una mezcla de sorpresa y algo parecido a rabia contenida. —¿Tú? —preguntó ella, apenas un susurro. Me puse de pie, dispuesto a explicarle, a decirle que no había ido a provocarla, que simplemente estaba cumpliendo con mi deber. Pero antes de poder hablar, apareció Narváez, impecable y calculado como siempre. —Valentina, lamento conocerte en estas circunstancias —dijo, tendiéndole la mano—. Permíteme presentarte oficialmente a Alessandro Mancini, la mano derecha de tu padre en Italia y el apoderado de todos los asuntos legales, financieros y ejecutivos de la empresa. Sus palabras me golpearon más fuerte de lo que deberían. Apoderado. Mano derecha. Era cierto, pero escuchar el peso real de esas etiquetas en voz alta, frente a la mujer que heredaría todo aquello, me hizo sentir una carga distinta, casi personal. Valentina tragó saliva. Y aunque intentó disimular, vi cómo sus ojos se movieron entre el abogado y yo, intentando encajar piezas que para ella no tenían sentido. —Ya lo conocí —respondió con dureza—. En el entierro. No supe si era un reproche o simplemente una declaración fría de hechos. Pero la sensación fue la misma: me rechazaba, no como persona, sino como símbolo de un mundo al que no quiere pertenecer. —Intenté conversar con ella —dije, sin evitar que se escapara un tono más firme de lo necesario—, pero no me dejó. La forma en que entrecerró los ojos me dejó claro que aquella frase no la había ayudado a calmarse. Bien. No estaba allí para ser agradable. Estaba allí para ser funcional. El abogado nos llevó a su despacho. Me senté junto a Valentina, que apenas respiraba, rígida, como si el aire mismo le pesara. Y comenzó la lectura. Propiedades. Participaciones. Acciones. Sociedades internacionales. Una estructura empresarial que muchos hombres de negocios pasarían la vida soñando con construir. Ella lo escuchaba todo como si fuera una lengua desconocida. Yo también, aunque por razones distintas. Sabía que el grupo Salvatore Ferrara era grande. No sabía que era… esto. Pero nada, absolutamente nada, me preparó para la siguiente parte. El testamento estipulaba que Valentina debía mudarse a Milán para asumir la dirección del grupo. Y que yo debía trabajar a su lado como socio y asesor directo. Además, debía vivir en la mansión familiar. Y se me otorgaba un diez por ciento de las acciones. Me quedé sin aire. —Debe haber un error —dije, apoyando las manos en el escritorio—. Esto… esto no tiene sentido. Salvatore jamás me mencionó nada de esto. Necesito una explicación. Por primera vez, Valentina me miró como si compartiéramos una misma incredulidad. —¿Cuál era la lógica detrás de esto? —preguntó ella, su voz temblando entre la angustia y la rabia. Narváez negó con la cabeza, como si conociera el peso de lo que estaba revelando, pero no las razones. —Es lo que tus padres dejaron establecido. En un año exacto, recibirás la segunda parte del testamento. Hasta entonces, ninguna cláusula puede modificarse. Una segunda parte. Más secretos, más instrucciones póstumas. Más decisiones tomadas por Salvatore, otra vez sin decírmelas. Di un largo suspiro. Valentina se puso de pie, claramente buscando escapar. Y, por primera vez desde que la conocí, entendí exactamente cómo se sentía: atrapada. Narváez la detuvo. Sacó una caja de madera del cajón del escritorio. —Esto es para ti. La caja. Sabía de su existencia, pero no había tenido autorización para verla. Valentina la sostuvo como si pesara más que toda la empresa. La abrió con cuidado. Dentro, varias cartas. Cada una con su nombre. Cada una con una fecha. La primera decía: “Cuando estés en el avión rumbo a Italia.” Narváez aclaró: —Si las abres antes, todo se echará a perder. Vi el impacto en su rostro. Dolor. Confusión. Temor. Y una pizca de desconfianza hacia el universo entero. Firmó los papeles sin decir una palabra más. Yo también. Cuando salimos de la oficina, ella apretaba la caja contra su pecho como si fuera un escudo. El viento helado le despeinaba el cabello, y por un instante, se detuvo en la vereda, mirando el vacío como si tratara de entender dónde encajaba todo aquello. La observé desde unos pasos detrás. No sabía si acercarme o no. No sabía si decir algo o dejarla en silencio. Solo sabía una cosa: La vida de Valentina había cambiado para siempre. Y la mía también. Nos gustara o no, ambos estábamos atrapados en un destino escrito por otros. Y yo… Yo no sabía si sería capaz de protegerla de lo que venía.
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