Cuando Valentina salió de la oficina del abogado, pensé que se marcharía de inmediato. Que subiría a su auto, arrancaría con ese impulso desesperado tan propio de alguien que intenta huir de una vida que se desmorona.
Pero no lo hizo.
En lugar de eso, la vi detenerse junto a la puerta del coche, apoyar la espalda contra la chapa fría y quedarse allí… respirando como si el mundo la estuviera asfixiando. Sus hombros temblaban. Las lágrimas le corrían por las mejillas sin que intentara esconderlas.
Y yo… me quedé observándola desde unos pasos de distancia, sintiendo un peso extraño en el pecho. No era lástima. Era algo mucho más complicado. Algo que Salvatore jamás me advirtió que tendría que enfrentar.
Podía ver cómo su mente trabajaba, cómo su vida entera se reordenaba a la fuerza. San Francisco. Su casa. Sus amigos. Probablemente un amor.
Todo se le escapaba entre los dedos. Y yo estaba allí, parte del problema, parte de la solución… parte de un destino que ninguno de los dos eligió.
No pude quedarme quieto.
Di un paso hacia ella.
—Valentina, debemos hablar —dije, sabiendo que no tenía derecho, pero sin poder evitarlo.
Se giró lentamente. Tenía los ojos enrojecidos, hinchados, todavía brillantes de rabia y dolor. Cuando mis ojos grises encontraron los suyos —esos verdes intensos— sentí una punzada inesperada. Ella no lo sabía, pero ese color llevaba días persiguiéndome.
Me acerqué un poco más, cuidando cada gesto para no provocarla como antes.
—Por favor —comencé—, no vayas a creer que yo sabía algo de lo que tu padre dejó estipulado en el testamento.
La incredulidad apareció de inmediato en su mirada.
—¿Me dirás que te tomó por sorpresa la generosidad de mi padre? —respondió con ironía.
Solté un suspiro frustrado.
—¡Te juro que no! —exclamé, más alterado de lo que pensaba—. Mucho menos esperaba esa cláusula absurda de que tú y yo debíamos vivir juntos en su mansión.
Fue la verdad. Cruda, incómoda, inesperada. Y verla asentir con esa mueca amarga me confirmó que, al menos en eso, estábamos del mismo lado.
—Eso es precisamente lo que menos me agrada —dijo—. No sé ni quién eres… No entiendo cómo a mi padre se le ocurrió que tú y yo viviéramos bajo el mismo techo.
Su desconfianza, su rabia… no hacia mí, sino hacia el mundo que la había engañado, me golpearon más fuerte de lo que admití.
Fruncí el ceño.
—Tu padre sabía perfectamente que estoy comprometido con Laura —solté, sin poder evitar el enojo en mi voz—. Esto solo me traerá problemas con ella. ¿Cómo le explicaré que tengo que irme a vivir con una niñita que ni siquiera sabe valorar todo lo que sus padres hicieron por protegerla?
Las palabras salieron antes de que pudiera detenerlas. Y en cuanto las dije, lo supe: había cruzado una línea.
El fuego en sus ojos verdes explotó.
—¡No vuelvas a llamarme niñita! —me gritó, empujándome con fuerza—. ¡Y mucho menos te atrevas a decir si he sabido o no valorar lo que mis padres hicieron por mí! ¡Tú no me conoces!
Me empujó otra vez. Y otra. No buscaba herirme físicamente; buscaba expulsar la rabia que ya no podía contener.
La sujeté de las muñecas para detenerla. Sus manos estaban frías, temblorosas. La suya era una furia que nacía del dolor, no del odio.
Nuestras miradas se enfrentaron. Su respiración chocaba contra la mía en ráfagas breves y desesperadas.
Quise decir algo. Rebatir. Defenderme. Pero nada habría servido.
Así que exhalé y bajé la voz.
—Perdóname —logré decir—. Estoy tan alterado como tú. Tu padre… era como un padre para mí, y su muerte me afectó más de lo que crees.
Lo vi detenerse. Lo vi en sus ojos: había entendido algo. No todo, pero suficiente.
Retrocedió un paso, y la sostuve del brazo para que no perdiera el equilibrio. Fue un contacto breve, casi accidental. Pero el temblor en su respiración dejó claro que lo sintió.
—Lo siento —susurró finalmente—. No sabía que él significaba tanto para ti. Creí que eras uno más de los que fueron al funeral por compromiso, para despedirse del empresario y nada más. No sabía que tenían una relación tan cercana.
Asentí, sin poder hablar de más. Había cosas que no estaba listo para revelar. Ni a ella, ni a mí mismo.
—Creo que tú y yo comenzamos con el pie izquierdo —dije, intentando suavizar aquella tensión que nos asfixiaba.
Una pequeña sonrisa apareció en su rostro. Breve. Dudosa. Pero real.
—Sí, es cierto —respondió.
Hubo un silencio que, por primera vez, no fue incómodo. Un silencio que abría un camino nuevo… incierto, pero necesario.
Entonces reuní el valor.
—¿Qué te parece si te invito a cenar? —propuse con cuidado—. Puedo contarte un poco sobre mí, y tú sobre ti. Supongo que, si tendremos que convivir, lo mejor es conocernos.
Su expresión cambió. No sé si lo pensó realmente… o si simplemente ya no tenía fuerzas para pelear.
—Está bien —dijo al fin—. Necesito respuestas antes de subir a ese avión y dejar atrás todo lo que conozco.
—Te comprendo —respondí, más sincero que nunca—. Hay muchas cosas que aún son un misterio para ti… y creo que algunas respuestas puedo dártelas yo.
La forma en que me miró… supe que esas palabras la habían intrigado.
Sin advertencia, me lanzó las llaves del auto.
—Vamos —dijo.
Las atrapé sin esfuerzo.
Y mientras ella caminaba hacia la puerta del pasajero, entendí algo con una claridad inquietante:
Ese fue el primer momento en que dejé de ver a Valentina Ferrara como una responsabilidad… y comencé a verla como un destino inevitable.