UN INICIO

1025 Words
El restaurante no era particularmente elegante, pero sí discreto, y eso era lo que necesitábamos. Después del día que habíamos tenido, cualquier lugar más ruidoso habría sido insoportable para ambos. Cuando estacioné frente a la entrada, vi por el rabillo del ojo cómo Valentina observaba el exterior sin verdadera atención, como si su mente siguiera atrapada entre lo que perdió y lo que le estaban obligando a enfrentar. Me bajé del auto, rodeé el capó y le abrí la puerta. Un gesto automático, aprendido desde pequeño, pero que en ella generó un parpadeo confundido, como si no esperara nada que se pareciera a gentileza después de la discusión que habíamos tenido. Cruzamos la calle en silencio. No uno incómodo, sino uno lleno de pensamientos que ninguno de los dos estaba listo para decir en voz alta. El maître nos condujo a una mesa junto a la vidriera. Las luces de la ciudad se reflejaban contra el vidrio, borrosas, como nuestros propios estados emocionales. Pedimos rápido. Nada sofisticado. Nada que requiriera decisiones largas. Cuando el camarero se alejó, quedamos frente a frente con todo lo que aún no habíamos dicho. Valentina cruzó los brazos, mirándome como si estuviera esperando que yo iniciara una conversación que no sabía cómo empezar. Fue ella quien rompió el hielo. —¿Cómo conociste a mi padre? No fui tomado por sorpresa por la pregunta; era inevitable. Pero, aun así, dije la verdad con la calma que pude reunir. —Mi padre fue socio del tuyo por muchos años —respondí—. Podría decirse que tu padre me conocía desde que nací. Ella me miró como si acabara de derribarle otro ladrillo de lo que creía conocer. —¿Tu padre y el mío eran socios? Asentí con suavidad. El camarero volvió brevemente con las bebidas; esperé a que se marchara. —La empresa fue fundada por tu abuelo Salvatore, mi abuelo Carlo Mancini y Marco Giorgio, el padre de Esteban Giorgio. Su rostro mostró una mezcla de sorpresa y desconfianza hacia la historia que, evidentemente, nadie había querido contarle. —¿Entonces… mi padre no fundó la empresa? —No —respondí, sin rodeos—. Fueron ellos tres. Con el tiempo, las cosas cambiaron. Marco heredó sus acciones a su hijo Esteban, pero él las manejó mal y mi padre terminó comprándolas. Ella abrió la boca para preguntar, pero se me adelantó: —¿Y tu padre? Ese tema siempre me costaba. Respiré hondo. —Mi madre lo llevó casi a la quiebra —expliqué—. Gastó lo que no teníamos, y para proteger la empresa, tu padre compró sus acciones. Me detuve un instante, sintiendo ese peso antiguo que siempre aparece cuando pienso en ellos. —Ella lo utilizó hasta el final. Murieron juntos en un accidente de avión. Valentina guardó silencio. No era pena lo que vi en sus ojos verdes; era comprensión. —De acuerdo… entiendo el pasado de nuestros abuelos y padres —murmuró—, pero ¿por qué mi padre me ocultó todo esto? ¿Tú sabes algo? Negué despacio. —Solo sé que intentaba protegerte de algo. En sus últimos meses estaba… extraño. Evadía preguntas. Nunca me dijo qué ocurría. Y fue imposible no pensar en esas noches en la oficina donde lo encontraba mirando documentos en silencio, más delgado, más cansado, más solo. —Supongo que nos tocará descubrirlo —dijo ella. Asentí. —Empiezo a creer que el testamento tiene un propósito. Tu padre no hacía nada sin una razón. Dudo que quisiera que viviéramos juntos porque sí. No iba a negar lo evidente: era una locura. Absurda. Peligrosa. —Quizás… —susurró ella—, pero sigue siendo una locura. Tú y yo ni siquiera nos conocemos. Sonreí por primera vez en toda la noche. Una sonrisa breve, controlada. —Bueno, entonces comencemos. —Apoyé los brazos sobre la mesa, acercándome un poco—. Alessandro Mancini, treinta años, nacido en Milán. Maestría en Finanzas. Valentina sonrió también. Una sonrisa tímida, pero genuina. —Valentina Ferrara, veinticinco, nacida en San Francisco. Licenciada en Marketing… y con una pasión innegable por la moda. —Creo que ya nos conocemos un poco más —bromeé justo cuando llegaron los platos. Ella no respondió enseguida. Miraba el tenedor como si fuera la primera vez que comía en días. —Sí… supongo —terminó diciendo. Tomé un sorbo de vino antes de continuar. —Mira, entiendo que a ambos nos preocupa tener que convivir —admití—. Pero la mansión es enorme. Siete habitaciones, sala de juegos, gimnasio… No creo que nos crucemos demasiado. Ella frunció el ceño, como si aún no pudiera creer que esa casa —esa vida— fuera suya. —Podrías llevar a tu prometida —dijo con sarcasmo—, así te evitarías problemas. Negué de inmediato. —No lo creo conveniente. Laura es… complicada. No querrías vivir con ella. Y era verdad. No quise profundizar. Decidí cambiar el enfoque. —¿Y tú? —pregunté—. ¿Llevarás a tu novio contigo a Milán? Su silencio lo dijo todo No tenía a nadie. Y no sé por qué, pero eso me sorprendió más de lo que debería. —No me ha ido bien en el amor —respondió—. No llevaré a nadie. Iré sola y enfrentaré esta nueva vida por mi cuenta. La observé unos segundos. Solos los dos. Un futuro impuesto. Un legado que ninguno pidió. —Supongo que tu padre me encargó cuidarte —dije con sinceridad—. Y así lo haré. Te ayudaré en todo lo que venga. Sé que me odias, Valentina, pero no soy tu enemigo. Ella levantó la mirada, fijándola en la mía. Y sonrió. Suavemente. Cansada, pero honesta. —Ya no te odio tanto —admitió—. Supongo que simplemente no te esperaba. Eso es todo. Y por primera vez desde que la conocí, me relajé. Solo un poco. Lo suficiente para entender que algo estaba cambiando. No sabía hacia dónde íbamos. Pero lo cierto era que, por primera vez, la idea de acompañarla no me parecía una obligación. Parecía… un inicio.
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