No he dormido ni un minuto. Paso la noche girando en la cama, pensando en el beso, en su boca suave, en sus dedos enredados en mi nuca. Una parte de mí —la parte humana, la que Laura no conoce— no siente culpa. La otra —la que todavía intenta ser correcta— me recuerda que metí la pata de la peor manera posible.
Pero no es por eso que no duermo. Es por ella. Por cómo me miró después. Por cómo suspiró cuando apoyé mi frente en la suya. Por cómo me dijo “sí” cuando le pregunté si yo le gustaba.
Tengo problemas. Muy graves.
Trato de despejarme saliendo a correr. El parque Portello es mi refugio los domingos. Hoy no sirvió de nada. Cada zancada me repite lo mismo:
La besaste. La deseaste. Y la quieres cerca.
Por eso, cuando vuelvo a la mansión y Eliza me dice que Valentina salió sola, siento un golpe seco en el pecho.
—¿Cómo que salió sola? —pregunto, más brusco de lo que debería.
—Dijo que quería conducir —responde.
Joder.
No por el auto. No por la ciudad. Por lo que hay detrás. Por la carta de su padre. Por el nombre que no conocemos. Por el peligro que está entre sombras.
No pienso. Solo actúo. Saco el teléfono y abro la app de rastreo. No quería llegar a esto. No quería invadir su privacidad. Pero Salvatore fue claro: “Protégela aunque ella no entienda por qué.”
La señal aparece al instante.
Galleria Vittorio Emanuele II.
Salgo antes de pensarlo dos veces.
[…]
La encuentro sentada en una mesa exterior, con una taza de café fría frente a ella. Su cabello cae perfecto por sus hombros, su blusa negra deja ver un tramo de piel que me hace perder el aire… y su mirada está perdida. No sé si es alivio o enojo me atraviesan primero. Solo sé que la quiero de vuelta a salvo. Conmigo. Donde pueda verla.
Me acerco. Ella levanta la vista. Sus ojos verdes me atraviesan. Y todo se vuelve más difícil.
—¿Qué haces aquí? ¿Cómo supiste dónde estaba? —pregunta, sorprendida.
Me siento sin pedir permiso. Tomo su celular de la mesa. Tengo que decirle la verdad antes de que esto escale.
—Lo siento muchísimo —murmuro, sin rodeos.
Su expresión cambia de inmediato.
—¿Instalaste un rastreador en mi teléfono? —pregunta, indignada.
La gente en las mesas cercanas gira a mirar. Respira agitada. Y me duele verla así por mi culpa.
—Lo siento… —repito, y me obligo a mantener la calma—. Pero tienes que entenderlo.
—No, quiero que me expliques —dice, cruzando los brazos—. ¿Por qué hiciste eso, Alessandro?
El nombre en su boca —mi nombre— me rompe y me recompone a la vez. Pero no puedo suavizar esto. No cuando lo que está en juego es su vida.
—Tú no eres una mujer más —digo.
—¿Qué significa eso? ¿Lo dices por quién era mi padre? ¿Por todo lo que descubrimos? ¿Por qué sabemos que… que los asesinaron? —pregunta, la voz temblorosa entre rabia y miedo.
Niego. Miro sus ojos. Los sostengo, y dejo caer la verdad.
—Lo digo porque no puedo dejar de pensar en ti desde que nos besamos anoche.
Ella se queda inmóvil. Silencio. Respira. Parpadea. Como si no entendiera lo que acaba de escuchar.
Yo tampoco lo entiendo. Pero es lo más honesto que he dicho en días.
—Y porque sí… —añado con la voz más grave de la que pretendía— estás en peligro, Valentina. Y no puedo permitir que te pase nada.
Ahí está. La verdad que me está rompiendo desde que abrí los ojos esta mañana. No es solo seguridad. No es solo deber.
Es ella.
Es que ya me importa demasiado. Y eso me asusta más que cualquier enemigo oculto.
Sus labios se separan, sorprendidos. Sus mejillas se tiñen de un rosa suave que conozco demasiado bien.
Pero no dice una palabra, y yo entiendo que acabo de cruzar otra línea. Una línea que no sé si podré desandar.