C8: Temores insanos.

1276 Words
LIAM El diseño extravagante del edificio me pone los pelos de punta. No aludo a la estructura puesto que el barroco es, a mi parecer, el periodo artístico más interesante de la historia del arte. A la distancia sobresale un arco ojival que da origen a la bóveda, la planta principal es rectangular, los ventanales tienen dinteles adornados con triángulos policromados. Los tragaluces enormes poseen vidrios multicolores de gran vistosidad y las columnas son fasciculadas como manojo de espinas. Es hermoso en realidad. Entonces, ¿dónde queda el factor miedo? Tal vez en la maleza recrecida de las áreas verdes de la estancia, el moho invasivo de las paredes y el óxido ladrillo corroyendo las vigas desde los cimientos. Aterrador. A decir verdad, parece uno de esos psiquiátricos abandonados a los que recurren los cineastas para filmar películas de terror. ¿Y si estoy en lo cierto? Valentía no es una palabra que defina mi temple heroico. Huyo de todo y de todos desde que tengo uso de razón. De hecho, no sé de dónde saqué fuerzas para enfrentar a Erik hace unos años; pero lo hice. Defendí a Heyla. Cierro los ojos por escasos segundos y evoco las memorias al momento del accidente; recuerdo los gritos, la falta de oxígeno en mis pulmones y la imagen distorsionada de mi hermano. La sangre tiñendo de escarlata el agua cristalina de mar. Las yemas de mis dedos asiéndose a mi cráneo. «No vayas ahí». Suspiro empujando los barrotes de la reja. El desagradable quejido del metal me provoca un amargor en el pecho; aunque intento tirar lejos los malos recuerdos, regresan con más intensidad. De pronto me siento inestable. «No quiero recordar». «No». «Ahora no». «Es demasiado tarde». Gritos. —¡Es tú culpa por traerlos! Todo es tú culpa, Heyla. ¡Todo! La sombra al volante pisa el acelerador. Tengo el corazón en la garganta. Los neumáticos están al límite y el chirrido contra el concreto es, por lejos, aterrador. —No podía dejarlos —confiesa en un hilo de voz al mismo tiempo que las lágrimas brotan de sus ojos. —¡Son nuestros hijos! Los dos los trajimos al mundo. —Claro que podías —voltea a vernos con desprecio—. Nunca quise a estos adefesios en mi vida y nunca quise compartirte con ellos; este par nos llevó a la miseria, Heyla. Pudimos ser felices juntos. Pero ya es tiempo que las cosas tomen un rumbo... diferente. El auto volando por el aire. Las desgarradoras plegarias de Iskander. La cruda escena del parabrisas incrustándoseles en la cabeza. Aunque mi mente ha recreado este suceso en repetidas ocasiones, el malestar físico y emocional prevalece intacto en mi memoria. Empuño las manos dispuesto a adentrarme en el complejo residencial, sin embargo, una nueva remembranza rasga mi cabeza en dos. —No quieres hacer esto, cariño —implora una mujer de mediana—, te queremos. Cierra el grifo, por favor. Dos personas sumergidas en una bañera de baño, ambos amordazados a medias. El tintineo del grifo resuena en el espacio asfixiante y espeluznante. Hay una pared rota. Un cable eléctrico rozando la pared de agua. —Lo único que cerraré es el sendero de mi sufrimiento. —Responde él en una entonación de ultratumba. Y el caos se desata. Luces centellantes, vibraciones, clamores que la energía vivaz ahoga. Silencio, oscuridad atroz. Lo siguiente que avisto son dos lápidas en lo alto de una colina. Abro los ojos de golpe. Mi respiración es desastrosa, sube y baja, el descontrol tremendo. Mientras masajeo mis sienes el escozor disminuye; no sé de qué va, pero funciona. El oxígeno es irregular, no estoy listo para abrir el baúl que he sepultado tantos años. Vacilo en presionar el timbre, lo más factible es marcharme a casa y regresar otro día. En el preciso momento que me dispongo salir corriendo, alguien abre la puerta tomándome por sorpresa. —¡Que alegría verte, Liam! ¿Me he equivocado de día?, ¿nuestra sesión terapéutica es hoy? Niego con la sombra de una sonrisa. —Buenas tardes, doctor Meléndez. ¿Llego en un mal momento? Me sonríe. —No, de echo recién regreso del hospital. Vamos, entra —deja un espacio libre—, mi esposa está preparando la cena. Lasagna. ¿Aspiras el olor? Estoy sobrevolando desde que llegué. Una pesada bocanada de aire trepa mi garganta. —Sólo estoy de paso yo… No sé cómo decir esto, así que lo diré: la voz insidiosa ha vuelto. Después del accidente de ellos, recibí ayuda psiquiátrica. La tragedia agrietó mi mente, los fragmentos puntuales de mi vida. La abuela Clarisse se encargó de mi salud mental y el doctor Meléndez tomó las riendas de las sesiones terapéuticas. Estuve en Francia ese invierno… el Instituto Psiquiátrico Fleur-de-Lis fue mi hogar durante cuatro meses. ¿Sabes lo duro que es vivir, literalmente, amordazado en una habitación? Creí que no recuperaría recuperar el control total de mi vida. Sin embargo, con la medicación y la paciencia de Miles, logré “domar” a la bestia que llevo dentro. —¿Estás seguro? —pregunta tras un largo silencio. —Completamente. Al alzar la cabeza avisto la cuña burda surcando el rostro de Meléndez. Si bien las cicatrices son recuerdos tangibles del pasado, también son la negación a toda esperanza posible. Esa cicatriz fue hecha por Jack Harper, una persona de sentimientos terribles, de alma oscura. —Hablemos de esto en mi despacho. Primera puerta al final del pasillo, en seguida te alcanzo. Le informaré a mi esposa que estaré… —carraspea—, ocupado. La diatriba entre aceptar o negar la invitación se transforma en una batalla campal. ¿Esto es lo correcto? —No te quedes ahí —me regaña—, la lluvia caerá pronto. Alzo la vista al cielo y, en efecto, los nubarrones arrastran consigo luces y estruendos. Relámpagos, truenos, lluvia incipiente, vientos borrascosos. —¿Y si es lo mejor? Digo, quedarme aquí…, bajo la lluvia. A veces pienso lo bonito que sería el mundo sin tantas voces dentro de mi cabeza y… —sorbo la nariz con fuerza—. ¿Cuál es el propósito de vivir si al final a todos nos espera la misma tumba? —Liam, ¿has tomado tu medicación hoy? «Dile que sí». —Sí. —Miento sin sembrar duda alguna. «¡No, doctor! ¡Él me lo ha prohibido! ¡Y si no hago caso, de lo contrario vendrá a lastimarme!». —¿Quieres hablar sobre algo? Recuerda que no sólo soy tu psicólogo, también soy tu amigo. Estoy por abrir la boca y mencionar lo ocurrido con Chiara, pero el sonido de unos pasos acercarse me salva de vociferar la miseria en que estoy sumido. Una mata de rizos cobrizos, pecas y ojos color miel aparece detrás de mi médico tratante; en comparación a Meléndez, la chica es, como mínimo, una década más joven que él. —La cena está lista, amor. —Cariño —Meléndez rodea a la chica con su brazo de forma protectora—, él es Liam Wadskier. Liam, ella es Franccesca Bognadow, mi esposa. —Un placer —la pelirroja extiende la mano en mi dirección, yo correspondo el gesto—, estoy feliz de conocer a los amigos de Miles. Pasa, pasa. Hoy cociné suficiente por cosas de la vida. Me tomo el tiempo necesario para analizar las facciones aniñadas de la joven. A juzgar por su acento, es italiana. Tal vez Meléndez me pilla mirando demasiado a su mujer porque luego me dedica una mirada indulgente. —Bien, pero no me quedaré mucho tiempo.
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