Mi lengua, agotada y firme, seguía marcando un mismo ritmo. Un compás simple, paciente, preciso. Como si hubiera descubierto el pulso de su alma y ahora lo acariciara con la boca. Entonces lo vi. No solo lo sentí. Lo vi en sus ojos desorbitados, en la tensión de sus abdominales, en ese sonido nuevo que salió de su garganta, como un suspiro entrecortado mezclado con un sollozo suave, casi contenido, como si lo estuviera reteniendo y a la vez dejándolo ir. —Ah... ah… ay, Lolo... —jadeó, y su cuerpo entero tembló. Fue como ver un temblor en cámara lenta. Primero las piernas. Luego el abdomen. Después los hombros. Y por último, un estremecimiento leve en los dedos de sus pies, que se curvaron hacia adentro como si quisieran aferrarse al aire. No fue un grito. No fue una explosión. Fue como

