A la mañana siguiente, el café de Sebastián apenas humeaba cuando entré a la cocina. Ahí estaba él, apoyado en el mostrador, con una expresión de absoluto sufrimiento. Su resaca era evidente, y no me costaba adivinar que se sentía tan mal como yo. Pero, aun así, incluso en ese estado, lograba verse jodidamente atractivo. Su cabello revuelto, la sombra de barba que le daba un aire descuidado... era imposible ignorar lo bien que se veía. —Buenos días, princesa de la resaca —gruñó, con la voz ronca mientras se pasaba una mano por la cara. La manera en que dijo “princesa” me dejó un segundo fuera de combate. ¿Por qué no podía simplemente llamarme princesa y dejarlo así? ¿Por qué tenía que añadir ese “de la resaca” que lo hacía sonar como una broma? Me mordí el labio, intentando ahogar los pe

