Cuando llegó Ramer, le serví un vaso de whisky, cogí un cuaderno y un bolígrafo, y lo acompañé escaleras arriba hasta la habitación de Jennifer, donde ella estaba haciendo sus deberes. Llamé a la puerta y abrí.
A pesar de que Jennifer había cumplido dieciocho años hacía tiempo, el rosa seguía siendo el color principal de su espacio personal. Su cama blanca de princesa y su colcha rosa dominaban el centro de la habitación; aunque normalmente era bastante ordenada, acababa de lavar una tanda de bragas, que estaban dispuestas en una profusión de encajes coloridos a lo largo del riel metálico del pie de cama para secarlas. Su escritorio estaba frente a la ventana, y ella estaba sentada en una silla de oficina, de espaldas a nosotros, trabajando en su ordenador cuando entramos. Su larga y oscu
