La primera mañana en Ravenshollow fue extrañamente tranquila. Luna se despertó sin sobresaltos, sin el sonido de una puerta azotándose, sin los pasos furiosos de un hombre arrastrando botellas. Solo el murmullo suave del viento contra la ventana, y la voz cansada de su madre llamándola desde la cocina.
—Desayuné contigo en la cabeza toda la noche —dijo su madre cuando la vio aparecer con su mochila colgada al hombro.
Tenía ojeras profundas, y el uniforme del nuevo trabajo le colgaba un poco, como si hubiera perdido peso de golpe. Pero al menos estaba viva. Estaban vivas. Eso era lo único que importaba.
Luna asintió sin decir nada. Sus palabras habían empezado a escasear desde que todo pasó. Hablaba lo justo. Sonreír ya no le salía.
Salieron juntas. Su madre al trabajo. Ella, al instituto. La calle estaba húmeda por la lluvia de la madrugada, y el cielo seguía con esa paleta gris que parecía encajar con su estado de ánimo.
Ravenshollow High no era muy grande, pero tampoco pequeño. El tipo de escuela donde todos se conocen, pero nadie sabe realmente quién eres. Eso podía ser bueno. O un infierno.
Las miradas llegaron desde el primer paso que dio en los pasillos. Una chica nueva siempre llama la atención, pero Luna también llevaba la marca en la cara. Aunque el maquillaje la había ayudado a cubrir parte del moretón, su expresión, su forma de andar, todo gritaba que no estaba ahí por elección.
En la dirección le entregaron un horario y un mapa. Le dijeron algo sobre los profesores, la biblioteca y el gimnasio, pero Luna apenas escuchó. Su mente vagaba. Cada sonido fuerte, cada puerta que se cerraba de golpe, cada risa burlona en algún rincón... todo la tensaba.
La primera clase fue historia. Se sentó al fondo. No miraba a nadie. Solo tomaba apuntes con una letra perfecta, como si eso le diera control sobre algo. En el segundo descanso, una chica de cabello rizado y sonrisa suave se le acercó.
—¿Puedo sentarme? Soy Mae —dijo, señalando el banco junto a ella.
(Descripción física de Mae)
Mae era luz en medio del ambiente gris del instituto. De estatura baja y cabello rubio ondulado hasta los hombros, solía llevar gafas grandes y ropa colorida, con detalles vintage que hablaban de su personalidad única. Tenía unos ojos verdes expresivos y siempre sonreía, incluso cuando no hablaba. Había algo reconfortante en ella, como si su energía te envolviera y te hiciera sentir en casa.
Luna dudó. Luego asintió con un gesto casi imperceptible. Mae no insistió en hablar demasiado. Solo le ofreció una barra de cereal y se quedó ahí, en silencio cómodo.
Ese pequeño acto fue más de lo que había recibido en semanas.
Esa noche, Luna abrió una caja de cartón que aún no había tocado. Dentro, entre fotos viejas y cuadernos escolares, había una imagen de ella con su verdadero padre.
Tenía seis años en esa foto. Estaban en un parque. Él la sostenía en sus hombros, riendo, como si el mundo no pudiera tocarlos.
Papá.
No recordaba del todo su voz, pero sí cómo se sentía su abrazo. Cálido. Seguro.
Él murió en un accidente de tráfico cuando Luna tenía ocho años. Un conductor borracho. Ironías crueles del destino. Desde entonces, todo cambió. Su madre cayó en una tristeza profunda. A los pocos años, conoció a él. El hombre que prometió ayudarlas. El que se metió en sus vidas con manos suaves y sonrisa amable. Al principio.
Después vinieron las excusas. Los gritos. Las noches largas. Y los golpes.
Luna cerró la caja con fuerza.
Ya no podía volver atrás. Pero sí podía proteger lo poco que quedaba de sí misma. Y aunque ahora tuviera que caminar sola por los pasillos de una escuela nueva, en una ciudad desconocida, con heridas invisibles bajo la piel...
Estaba decidida a reconstruirse. Aunque fuera desde las cenizas.
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