El martes olía a humedad y a tensión. Luna entró al instituto con el cuerpo tenso, los audífonos puestos y la mirada baja. Aunque llevaba solo dos días ahí, ya sabía qué pasillos evitar, dónde sentarse en clase, y cómo pasar desapercibida. Lo último que necesitaba era llamar la atención equivocada.
Pero la atención equivocada la encontró de todos modos.
El choque fue seco. Luna giró la esquina del pasillo mientras leía su horario y no lo vio venir. Literalmente. Su hombro impactó contra un pecho sólido, y todos sus papeles volaron al suelo.
—¡¿Estás ciega o qué?! —tronó una voz ronca y violenta justo sobre ella.
El corazón se le subió a la garganta.
Alzó la vista.
Ahí estaba él.
Dante Scott.
La mandíbula apretada, los ojos oscuros y llenos de rabia. La chaqueta deportiva del instituto abierta, vendaje blanco asomando desde la muñeca hasta parte del antebrazo. Se notaba que estaba molesto desde antes. Que su furia no era por ella. Pero aún así... se la tragó entera.
—Lo siento —balbuceó Luna, agachándose de inmediato para recoger sus cosas.
—No toques mis cosas —gruñó él cuando, sin querer, su mano rozó un cuaderno que se le había caído a él también.
—No iba a...
—Tampoco me hables —la interrumpió, con una hostilidad que dolía.
Luna se quedó inmóvil, agachada, sintiendo cómo la sangre le abandonaba las mejillas.
Él recogió su cuaderno de un tirón, se giró y se alejó con pasos fuertes. Como si pisara con rabia. Como si el mundo entero le debiera algo.
Y Luna sintió que su cuerpo volvía a temblar. No era el golpe. No era la humillación. Era la forma exacta en la que la había mirado. Como si no valiera nada.
Esa mirada... ya la conocía. De otro rostro. De otro monstruo.
Pero esto era distinto. Porque aunque Dante no lo supiera, él también sangraba por dentro. Se notaba. No en los vendajes. No en la furia.
En sus ojos.
Los ojos de alguien que no tenía dónde dejar su dolor, excepto en los demás.
Y sin quererlo, sin buscarlo, Luna ya había entrado en su camino.