La esposa del dragón

1245 Words
La ceremonia fue un desfile de poder, un acto de guerra disfrazado de boda. Cada kimono, cada copa de sake, cada reverencia tenía el filo de una katana invisible. Sayuri caminó hacia el altar como quien camina hacia su verdugo, y Kazuo la esperaba con ese rostro perfecto e impenetrable, el de un emperador que ha vencido a todos menos a su propia sed de dominio. Ella vestía un kimono blanco con hilos de oro, la seda marcando cada curva como si el atuendo mismo supiera que no estaba cubriendo a una esposa, sino a una ofrenda. El templo estaba custodiado por hombres armados con trajes negros y miradas vacías, las cámaras escondidas entre los cerezos captando cada gesto. Renjiro estaba allí, apoyado contra una columna, su postura perezosa como la de un depredador aburrido… pero sus ojos seguían a Sayuri con una intensidad que no se molestaba en disimular. Kazuo le tomó la mano con suavidad ensayada. Sayuri no se movió. El sacerdote murmuró oraciones que nadie escuchaba. La verdadera ceremonia era otra: la guerra muda entre cuerpos que sabían demasiado. Al terminar, Kazuo se inclinó para besarla frente a todos. Ella giró el rostro. Lo dejó besarle la mejilla. —No eres mío todavía, Sayuri —le murmuró Kazuo al oído, su voz baja, venenosa—. Pero esta noche me vas a suplicar que lo seas. Ella sostuvo su mirada. No dijo nada. Solo sonrió, con esa sonrisa peligrosa que usaba cuando estaba a punto de incendiarlo todo. El salón del clan Saejima estaba decorado con orquídeas negras y faroles rojos. La música era tradicional, pero los rostros eran máscaras de poder y vigilancia. Sayuri había bebido más de la cuenta, porque necesitaba adormecer la piel, nublar el asco, olvidar que acababa de jurar lealtad a un hombre que había matado al amor de su vida. O eso creía ella. —¿Te diviertes, princesa? —La voz de Renjiro la alcanzó como un susurro entre las sombras. —Solo lo necesario para no arrancarme la piel —dijo ella, girándose. Renjiro vestía de n***o, con una camisa abierta que dejaba ver parte del tatuaje de su pecho: un fénix atrapado en llamas. Sus ojos eran del mismo color que los recuerdos. Cuando Sayuri lo miró, vio a Reiku. Por un instante, el mundo tembló. —Te pareces a él —susurró ella. Sus palabras arrastradas por el sake. —¿A quién? —Renjiro alzó una ceja, como si no supiera. —A Reiku… Él también era fuego disfrazado de calma. Él también me miraba como si me fuera a desarmar. Renjiro no respondió. Solo le extendió la mano. —Baila conmigo. Sayuri dudó. Luego se puso de pie, tambaleándose apenas, y dejó que la guiara al centro. La música cambió. Algo más lento, más sensual. El salón se calló. El silencio fue un cuchillo. Kazuo los vio. Desde su sitio principal, entre los ancianos de su clan, con la copa en la mano y el alma ardiendo. —¿Qué demonios cree que está haciendo? —preguntó en voz baja. —La señora Arakawa… está bailando, señor —le respondió uno de sus guardaespaldas. —Con Renjiro —escupió Kazuo—. Con mi maldito hermano. Los pasos de Sayuri eran fluidos. Su espalda recta, su cuerpo arqueándose cerca del de Renjiro como si bailara con la sombra de su pasado. Él le rozó la cintura. Ella lo dejó. Sus dedos viajaron por la espalda baja. Ella se pegó más. La tensión s****l era una soga. —¿Por qué estás haciendo esto? —murmuró él. —Porque puedo. —Kazuo te va a matar. —Que lo intente. Ya me quitó una vez a quien amaba. Esta vez… no pienso ceder tan fácil. Kazuo se levantó. Caminó entre los invitados con una calma que solo presagiaba tormenta. La música no se detuvo. Los violines siguieron tocando mientras el infierno se abría. —¡Suéltala! —dijo Kazuo, su voz rompiendo el aire. Renjiro giró lentamente. Sayuri no se movió. —Ella no es una propiedad, Kazuo. —Es mi esposa. —Y tú eres un perro con corbata. Kazuo le dio un puñetazo en el rostro. Rápido. Violento. Como si llevara meses esperándolo. Renjiro cayó hacia atrás, riendo. —¡¿Te duele tanto que no te desee a ti?! —gritó Sayuri, ebria, despeinada, hermosa como la ruina. Kazuo la tomó del brazo. —Esta noche… me vas a suplicar perdón. —¡No soy tu esclava! —ella se soltó y subió a la mesa—. ¡Oigan todos! El salón enmudeció. —Hoy me han vestido como una reina para ser vendida como una puta. Soy la hija del Clan Takahashi criada para besar cuchillos y sonreír mientras sangro. Me casaron con un asesino porque nuestras familias odian demasiado como para matarse de una vez. ¡Y ustedes aplauden! ¡Y beben! ¿Quieren saber algo? ¡Yo también sé jugar a esto! Se bajó de la mesa, los ojos llorosos, pero no de tristeza. Kazuo intentó acercarse. Ella le escupió a los pies. —Eres un monstruo. Igual que mi padre. Igual que todos ustedes. Y se fue, tambaleando, riendo. Kazuo no la siguió. Renjiro se limpió la sangre del labio. Sus ojos se cruzaron. —Esa mujer… va a destruirnos a todos —dijo Renjiro. Kazuo no respondió. Porque en el fondo, lo sabía. El banquete había terminado y Sayuri no fue a la habitación asignada en la mansión Arakawa Kazuo la esperó durante horas, desnudo sobre las sábanas de seda, la botella de whisky vacía y los nudillos sangrando. Pero Sayuri no llegó. Renjiro sí. Ella tocó a su puerta. —No digas nada —susurró, empujándolo hacia atrás. Se besaron con rabia. Se desvistieron como si se arrancaran el pasado. La penetración fue rápida, brutal. No hubo ternura, solo una necesidad desesperada por olvidar. —Dime que no soy él —susurró Renjiro. —No lo eres —jadeó Sayuri—. Tú no me salvas. Tú me arrastras. Los gemidos de Sayuri llenaron la habitación. Ella lo montó como una diosa de guerra, con el sudor pegado a la piel y los ojos cerrados. Renjiro la sujetó de las caderas, la embistió desde abajo, más y más fuerte, hasta que el cuerpo de ella se quebró en un orgasmo casi violento. Se quedó dormida en su pecho. Desnuda. Exhausta. En paz. Kazuo los encontró al amanecer. Entró sin tocar. Y lo vio todo. Sayuri dormida. Renjiro fumando, desnudo, sin vergüenza. —¿Fue venganza o deseo? —preguntó Kazuo, la voz tan fría que dolía. —¿Importa? —respondió Renjiro. Kazuo no gritó. No hizo escándalo. Solo sacó su teléfono. —Llévenselo. Golpéenlo hasta que sangre como la perra que es. Pero no lo maten. Todavía no. Dos hombres entraron. Renjiro no se defendió. Sabía que dolería más si lo hacía. Sayuri se despertó al escuchar los golpes. Corrió. Intentó detenerlos. —¡Kazuo! ¡Kazuo, basta! Kazuo la tomó del cabello. —¿Tú crees que esto se va a quedar así? —¡Te odio! —gritó ella. —No. Me deseas. Eso es peor. Ella le abofeteó. Él la besó a la fuerza. Fue un beso violento, sucio, lleno de saliva y rabia. Ella lo mordió. Él la soltó. —Esta noche, Sayuri, has firmado tu sentencia. Ella se arrodilló junto al cuerpo ensangrentado de Renjiro.
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