Te odio porque te deseo

1499 Words
—¡Basta! —gritó Sayuri, sujetándo a Renjiro— ¡Vas a matarlo, Kazuo! —¿Eso quieres? ¿Que lo mate? —rugió él, sin mirarla. Su voz estaba rasgada por el dolor— ¿Dormiste con él? ¿Lo dejaste tocarte como si le pertenecieras? Sayuri retrocedió como si él la hubiese abofeteado. Los ojos de Kazuo se volvieron hacia ella por fin, y entonces la vio: temblorosa, con las mejillas enrojecidas, los ojos nublados. Su vestido arrugado. Su cabello deshecho. —No. No me toques —susurró ella, al borde del llanto— No tienes ese derecho, Kazuo. Pero él sí lo tenía. Siempre lo tuvo. O eso creía. Kazuo soltó a Renjiro, quien cayó al suelo, tosiendo sangre, y se volvió hacia Sayuri. La tomó del mentón con una fuerza dolorosa y la obligó a sostenerle la mirada. —¿Por qué? —le murmuró, con una voz rota, peligrosa— ¿Porque se parece a Reiku? ¿A ese maldito sirviente que te cogías a escondidas? Sayuri lo abofeteó. Fue tan rápido que el eco resonó en la habitación como un latigazo. Pero Kazuo no se inmutó. Solo sonrió. Una sonrisa cruel, perversa, y dolida. Y entonces habló: —¿Tanto me odias que prefieres acostarte con la sombra de ese bastardo? Sayuri se desmoronó. Cayó de rodillas. El rostro entre las manos. Renjiro intentó levantarse, pero Kazuo lo detuvo con una mirada que decía: otro movimiento, y no vuelves a caminar. Kazuo se agachó frente a ella. Le retiró el cabello del rostro, suave, como si no acabara de romperlo todo. —¿Crees que él puede salvarte de mí? —No necesito que me salven —escupió Sayuri, con los ojos rojos— Necesito que me dejen libre. Que me dejen sentir sin miedo. —No, Sayuri. Tú necesitas que te enseñen lo que es pertenecer. Y sin pedir permiso, la besó. Fue un beso como una sentencia. Furioso. Desgarrador. Sayuri intentó empujarlo, pero terminó rindiéndose con un gemido ahogado. El suelo parecía girar debajo de ella, la cabeza le daba vueltas. Todo el odio, todo el deseo, todo el rencor se mezclaba en ese contacto. Kazuo la devoraba, la reclamaba. Y Sayuri lloraba. No de tristeza. Sino de rendición. Sayuri no dijo una palabra más. Sus lágrimas se mezclaban con el sudor, con el deseo, con la humillación. Su cuerpo seguía temblando bajo el peso de Kazuo, y sus uñas se aferraban a las sábanas como si ahí pudiera sostener el último fragmento de su voluntad. Pero ya era tarde. Su voluntad, su odio, su resistencia… todo estaba roto. Lo había poseído con violencia, con rabia, con furia contenida por años. Y sin embargo, en su orgasmo desgarrado, Sayuri sintió una paz cruel. Una rendición brutal. Kazuo la besó una última vez, sin ternura, como si le sellara el alma. Luego se levantó. Se abotonó la camisa manchada con la prisa de un verdugo y la dejó allí, desnuda, descompuesta, derrotada. La miró con un orgullo enfermo, con esa arrogancia que solo conocen los hombres que nunca han tenido que pedir perdón. —Te advertí que no eras un trofeo, Sayuri… —murmuró él, sin mirar atrás—. Pero insistes en comportarte como uno. Y todos los que te toquen… terminarán como Renjiro. Ella apenas alzó el rostro. Tenía la boca abierta, los ojos enrojecidos y la voz atascada en la garganta. No podía seguirlo. No quería. Renjiro, a unos metros de distancia, se había incorporado apenas. Sangraba por la nariz, tenía un costado hinchado, pero su mirada seguía tan firme como cuando se interpuso entre Kazuo y Sayuri. Gateó con dificultad hasta la cama, hasta ella, hasta esa mujer que era fuego y herida. La tocó con una mano temblorosa. —Sayuri… estás bien…? Ella no respondió. Se limitó a apoyarse en su pecho, envuelta en un llanto mudo, mientras Renjiro la abrazaba como si pudiera recomponer lo que quedaba de ella. Mientras tanto, Kazuo cruzaba el pasillo de mármol del ala este. Sus pasos resonaban como una sentencia, y los guardias del clan Takahashi no se atrevieron a detenerlo. Tenía sangre en los nudillos, el cabello desordenado, y los ojos del demonio. Su corbata negra caía suelta sobre la camisa a medio cerrar, y su aura era tan densa que el aire se volvía más pesado a su paso. Golpeó la puerta de roble de la oficina principal sin esperar respuesta. La abrió de una patada. —¡Takahashi! —gruñó, con voz rota y profunda, como si cada palabra arrastrara una tormenta. El padre de Sayuri levantó la mirada desde su escritorio, dejando la copa de coñac a medio beber. Sus ojos se estrecharon. —Kazuo Arakawa… —dijo, con esa calma peligrosa que precede al caos—. ¿Vienes a darme las gracias por la dote? ¿O a rendirte antes de que la guerra comience? Kazuo avanzó hasta el escritorio y arrojó sobre la superficie un pequeño dispositivo: una memoria USB. —Míralo —dijo, con una sonrisa torcida—. Tu hija. Tu princesa. En la cama con un perro callejero. Y tú aún crees que puedes darme órdenes, viejo bastardo. El rostro de Tahashi se contrajo. Su mandíbula tembló. Kazuo inclinó el cuerpo, sin perder la sonrisa, como una serpiente a punto de morder. —La próxima vez que alguien toque lo que es mío… —susurró— no enviaré hombres. Iré yo mismo. Y no quedarán testigos. El padre de Sayuri lo miró con los ojos llenos de hielo. —No me tomes por estúpido. Tú sabías que ella y Renjiro… —se detuvo—. Siempre tuviste celos de él. Lo sabías desde el principio. Kazuo no respondió. Solo dio un trago, sin apartar la vista del hombre que lo había entregado a su hija como si fuera un trofeo. —Tú la mataste por dentro cuando le quitaste a Reiku —le dijo el patriarca, sin rodeos— Pero esto… esto fue demasiado. —¿Estás insinuando que no puedo controlar a mi esposa? —Estoy diciendo que ella no es tuya. Nunca lo fue. Kazuo se levantó. Alto. Majestuoso. Terrible. —Será mía. Aunque tenga que destruir todo lo que ama. Esa noche, Sayuri despertó en una habitación oscura. No sabía si era su cuarto o una celda. Llevaba un camisón de seda n***o y las muñecas enrojecidas por la presión de sus propias uñas. Había llorado tanto que ya no podía llorar más. La puerta se abrió sin ruido. Kazuo entró. —¿Qué quieres ahora? ¿Terminar lo que empezaste? —Ya lo terminé —dijo él con una sonrisa peligrosa, cerrando la puerta tras de sí— Solo vengo a mirar lo que me pertenece. —No soy tu posesión. —No. Eres mi condena. Kazuo se acercó lentamente. Se sentó a su lado en la cama. La tocó. Apenas la rodilla. Pero fue suficiente. —Vi la forma en que lo mirabas. Como mirabas a Reiku. Con ternura. ¿Y sabes qué? Me enfermó. Me enferma saber que aún puedes sentir algo que no sea odio por mí. —¿Y por qué no me dejas en paz? Kazuo la empujó suavemente contra las almohadas. Se colocó encima, sin tocarla, pero tan cerca que podía oler el miedo, el deseo, la rabia. —Porque no puedo. Porque me arruinas. Porque desde que te vi bailar con ese maldito sirviente en el jardín hace seis años, supe que iba a destruirte. Y me enamoré de eso. Sayuri lo escupió en la cara. Kazuo sonrió. Y la besó. La desnudó como se arranca un secreto. Sayuri lo golpeó, lo arañó, lo maldijo. Pero lo dejó hacer. Porque cada roce la hacía arder. Cada insulto la hacía temblar. Cada empujón la llevaba más profundo al infierno que era amarlo. —¡Di que me odias! —le gritó él, con los dientes hundidos en su cuello. —¡Te odio! —gritó ella, con lágrimas calientes— ¡Te odio porque te deseo! Y se quebró. Kazuo la tomó sin piedad. La poseyó con rabia. Le arrancó gemidos y sollozos hasta dejarla sin aliento. Sayuri gritó su nombre con furia, con pasión, con un dolor tan exquisito que parecía no tener fin. Fue sexo sucio, crudo, cruel. Fue guerra. Fue amor en su forma más venenosa. Horas después, aún entrelazados, Sayuri respiraba como quien ha sobrevivido a un desastre. —¿Por qué tú? —susurró. Kazuo no respondió. Solo la miró. Kazuo cerró los ojos. Y se prometió que si Renjiro volvía a tocarla… no quedaría nadie para llorarlo. Pero aún no sabía que Renjiro tenía planes propios. Planes con fuego. Y venganza. El clan Takahashi acababa de ser declarado oficialmente humillado. Y Sayuri, desde la habitación, sintió que su nombre ya no le pertenecía. Porque ahora llevaba el apellido de su enemigo tatuado en el cuerpo. Y algo más profundo aún… en el alma.
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