Visitado Por Un Fantasma
Condado de Somerset, Inglaterra - 1890
Ceremonia de Investidura del Conde Ashcombe
El sol de primavera iluminaba con suavidad los jardines de la antigua abadía reconvertida en salón de actos. Banderas ondeaban con los colores del linaje Ashcombe y los notables del condado ocupaban sus asientos en ordenadas hileras. El ambiente olía a flores recién cortadas, cuero barnizado y tradición.
En el estrado, Lord Rowan Ashcombe - el viejo conde, de cabello encanecido y rostro marcado por los años - sostenía con manos temblorosas el pergamino real. El sello aún brillaba con la cera roja del rey. A su lado, el joven Colin Ashcombe, su sobrino, vestía de gala con la dignidad que sus 36 años le otorgaban. Su esposa e hijos lo observaban desde la primera fila.
En la parte más alejada de la sala, entre las columnas que daban a los ventanales abiertos, Isabella y Viktor se mantenían discretos, entre sombras y sedas oscuras. Nadie los reconocía. Nadie los nombraba. Como siempre, eran solo un matrimonio extranjero de comerciantes poderosos, de paso por Inglaterra.
Pero sus ojos no se apartaban del estrado.
- Está envejecido. - murmuró Isabella, sin compasión en la voz.
- Y solo. - agregó Viktor.
Markel, silencioso como un centinela, se acercó por detrás. No necesitaba anunciarse.
- Se confirmó la mudanza, alteza - susurró con tono contenido - El nuevo Conde se instalará en Ashcombe Hall dentro de dos semanas. La familia planea una recepción pública. No hay señales de que Rowan los acompañe. Se quedará en la villa de verano, como ha hecho los últimos inviernos. El hijo mayor de Lord Ashcombe ha sido nombrado vizconde.
Viktor inclinó levemente la cabeza.
- ¿Y bien? - preguntó sin girar el rostro, los ojos aún en el viejo conde, que en ese momento colocaba la cadena del título en los hombros de Colin.
Isabella no respondió enseguida. Sus dedos, enguantados, aferraban el borde de su abanico cerrado. El viento soplaba leve a través de los vitrales abiertos y entre los murmullos del auditorio, una voz ritual anunció el nuevo título con solemnidad.
- El Vizconde Colin Ashcombe, heredero de la dignidad y el deber de su linaje…
Entonces Isabella sonrió. Una mueca leve, nostálgica… y sombría.
- Quiero despedirme del viejo conde.
Viktor la miró de reojo, sus ojos helados comprendiendo sin necesidad de palabras adicionales.
- Esta noche.
Un silencio denso se instaló entre ellos. Markel se inclinó apenas y se retiró como una sombra al saberse autorizado. Isabella mantuvo la mirada al frente, observando cómo el nuevo vizconde saludaba a los nobles del condado y cómo el viejo Rowan parecía aún más pequeño bajo el peso del recuerdo.
Viktor le ofreció el brazo.
- Entonces partiremos después de la cena.
Isabella lo tomó, sin sonreír esta vez. Ya no era el momento.
Y mientras el salón estallaba en aplausos y la ceremonia continuaba con cánticos antiguos y brindis por el futuro del condado, ellos se dieron la vuelta y salieron en silencio por la galería lateral, con pasos elegantes y rostros impenetrables.
Esta noche…
El pasado sería enfrentado.
Por última vez.
Ashcombe Hall - Esa misma noche
La tormenta aún no comenzaba, pero el cielo ya pesaba. Nubes densas cubrían la luna y el viento jugaba con las ramas secas de los árboles como dedos huesudos en un piano decrépito. Dentro de la villa, la única luz viva provenía del estudio, donde la chimenea chisporroteaba débilmente y el aire olía a whisky caro y papel viejo.
Rowan Ashcombe estaba recostado en un sillón de cuero, el chaleco sin abotonar y la corbata torcida como un lazo ahorcado. Su cabello gris era apenas un eco del hombre que solía ser. A su lado, una copa vacía. Sobre el escritorio, el retrato sin marco: una joven de cabello suelto y vestido blanco, de pie en un jardín bañado por el viento, sonriendo con los pies descalzos sobre la hierba. Él mismo lo había pintado. Nunca lo mostró a nadie. Nunca pudo destruirlo.
Estaba a punto de servirse otra copa cuando el sonido metálico de la cerradura lo sobresaltó.
La puerta se abrió.
Y dos figuras vestidas con largos abrigos negros cruzaron el umbral.
Una corriente de aire helado barrió la estancia.
Rowan se puso de pie de golpe, tambaleante.
- ¿Quién…?
Viktor se adelantó primero. Lentamente se retiró la capucha. Su rostro no había cambiado. Los años no lo tocaban. La misma piel de mármol, los mismos ojos ámbar como la joyas.
Rowan retrocedió un paso, con la copa aún en mano. El cristal tintineó contra su dedo anular.
- No… no es posible… tú deberías estar…
La segunda figura se adelantó. Más menuda, pero igual de imponente. Isabella.
Se quitó la capucha. Su cabello oscuro caía como seda brillante sobre los hombros. Llevaba los labios rojos y un vestido n***o ceñido bajo el abrigo. Pero lo que hizo tambalear a Rowan no fue su presencia… fue su mirada.
Unos ojos azules.
Humanos. Melancólicos. Exactamente como los de la joven que vio por última vez bajo la lluvia, en el claro de los sauces, con el corazón roto.
- No… - balbuceó, trastabillando hasta apoyarse en el escritorio - No puede ser… tú… ¡Tú deberías estar muerta!
Isabella dio un paso más. Su voz era baja, pero cada palabra golpeaba como una campana fúnebre.
- Morí, Rowan. El día que me envenenaste. El día que trataste de destruir todo lo que fui...
Rowan bajó la copa con manos temblorosas. Sus labios se movieron, pero no salió sonido. Miraba a Viktor, luego a ella, luego al retrato sobre el escritorio.
- No… yo… Madelaine… yo… sólo quería…
- ¿Llenar el vacío? - preguntó Isabella con voz suave. Avanzó lentamente, hasta quedar a un metro de él - La llenaste de vestidos, de joyas… pero no de respeto. Nunca amaste a nadie, Rowan. Ni siquiera a ti mismo.
- ¡Cállate! - gritó de pronto, golpeando la mesa - ¡No tienes derecho! ¡Me humillaste! ¡Me quitaste todo! ¡Todos te admiraban! ¡No me veían a mi!
Viktor avanzó un paso, pero Isabella alzó una mano sin mirarlo. Sus ojos no se apartaban del anciano. En ellos no había odio… sólo compasión cruel.
- Tú te lo quitaste. Todo. El título… los aliados… Honoria… tu propia sangre. El condado que tú destruiste hoy renace. Limpio. Sin ti.
Isabella giró para marcharse, pero entonces algo la detuvo.
Un resplandor tenue junto al escritorio, una esquina de tela que sobresalía bajo una manta desordenada. Se detuvo. Sus pupilas felinas brillaron al reconocer el marco.
Avanzó, con los pasos lentos y controlados de un depredador.
- ¿Qué es eso? - preguntó, aunque en el fondo ya lo sabía. Con un tirón, retiró la tela.
El aire pareció espesarse.
Allí estaba. El cuadro.
Ella, con el vestido blanco que alguna vez adoró, el cabello suelto mecido por un viento invisible, los pies desnudos sobre la hierba fresca del jardín. Una mujer que ya no existe.
Rowan apenas tuvo tiempo de levantar la mano antes de que la voz de Isabella lo atravesara como un filo.
- A esa mujer la mataste.
Su voz no fue un grito. Fue algo peor. Fue verdad.
- La cortaste… le abriste las muñecas. La dejaste desangrarse por tu orgullo, por tu deseo, por tu necesidad de poseer, tu egoísmo y ambición.
Rowan palideció.
- Yo… no quería… - balbuceó, pero la furia contenida en Isabella era inapelable. No brillaba. Ardía.
- Si lo querías… Me drogaste… No pude defenderme… ¿Y aún así te atreves a mirar este cuadro? - preguntó, con la mirada fija en la imagen. Las manos le temblaban, pero no de debilidad. De rabia.
Tomó el cuadro con ambas manos.
Lo levantó.
Y lo arrojó directo al fuego.
La tela se encendió al instante. Las llamas lamieron los colores, devorando su imagen joven, luminosa, de aquel día en que aún creía en segundas oportunidades. En que aún lo miraba con esperanza.
Viktor la observó desde el umbral, en completo silencio.
No intervino. No la detuvo.
Sólo la miró mientras la figura pintada de su esposa desaparecía en las llamas.
Rowan cayó de rodillas, los ojos fijos en la chimenea. Algo se rompía dentro de él, algo que ni el alcohol, ni los títulos, ni los años pudieron contener.
El hombre jadeó, como un animal acorralado. Sus ojos iban del rostro inmortal de Viktor al de Isabella y la copa cayó al suelo, haciéndose añicos.
- No soy la misma. Ni tu tampoco. - dijo Isabella al fin - Pero esta… es mi despedida.
Lentamente se retiró los lentes. Los ojos azules, casi blancos brillaron un instante en la penumbra, como hielo. Rowan se echó hacia atrás, golpeando el escritorio. Por un segundo pareció que iba a colapsar.
Isabella se inclinó ligeramente, como saludando en una última danza.
- Vive, si puedes. Muere, si ya no sabes cómo.
Isabella no lo miró. Dio la vuelta y caminó hacia Viktor.
Él extendió el brazo y ella se refugió en él sin una palabra.
Durante un segundo, sólo uno, se permitió temblar. Y Viktor la sostuvo. Como siempre. Como juró hacerlo.
Y sin más, se dio la vuelta.
Viktor la siguió sin mirar al anciano, cubriéndola con el abrigo cuando cruzaron la puerta de salida. Detrás de ellos, el fuego chisporroteó. Rowan se quedó allí, solo, con el retrato ardiendo frente a él.
Cuando salieron de la casa, el viento nocturno arrastró las cenizas del retrato por la chimenea abierta.
Como si incluso el pasado hubiera decidido irse.
Rowan ya no tenía poder sobre ella.