1
El olor a humedad se impregna en mis fosas nasales. Siento frío, me han colocado un diminuto vestido que, afortunadamente, cubre mi cuerpo. Aunque no estoy sola, hay otros jóvenes como yo siendo maquillados y peinados, nadie nos proporciona agua ni algo realmente necesario. Esto me impide llorar, porque si lo hago, no recibiré agua hasta dentro de un día. Al principio fue difícil; cada vez que lloraba, me obligaban a deshidratarme. Mis lágrimas se han secado, aunque por dentro estoy sufriendo mucho. Por fuera, mantengo una máscara imperturbable, sin arrugar la frente ni emitir ningún sonido.
"¿Estás lista?", murmura la mujer que tengo enfrente. Oficialmente, comienza mi subasta. Estaba tan nerviosa. Han pasado seis meses desde que me secuestraron. Me enseñaron todo tipo de modales y cómo ser la mejor esposa posible. Ahora, quizás mi sufrimiento termine, o tal vez yo lo haga terminar. Extraño a mis padres, amigos y hermanas menores. Ellos eran mi vida entera, y éramos una familia feliz.
"Apresúrate", me reclaman, y me pongo de pie. Sin mirar a nadie, levanto la barbilla en alto. Mi espalda está recta, y mis piernas están estiradas. Siento el suelo bajo mis pies, a pesar de los altos tacones que llevo. Siento que en cualquier momento podré caer.
Aunque habíamos pasado muchas horas allí, desde el principio me habían salido callos en los pies, y tuvieron que hacerme una pedicura. "Vamos, el señor espera", comentó Zafira, una de las asistentes, aunque no estaba segura si ese era realmente su nombre. Todo siempre estaba impecablemente limpio, como si fuera un teatro, y nosotras las actrices. Imaginar eso era más llevadero que enfrentar la dura realidad.
Mis ojos se asomaron al escenario. Había varios cristales alrededor y en el centro, un amplio espacio con una silla, solo para sentarme o exhibirme. Nos habían enseñado que nos compraría el mejor postor, aquel que seguramente nos haría millonarias. Pero yo no estaba interesada tanto en eso, solo rogaba que no fuera un anciano y que me tratara mal. Aunque pensándolo bien, no podía ser peor de lo que ya estaba aquí.
"Vamos, Lena, ubícate donde siempre hemos practicado, suerte", murmuró Zafira por primera vez en mi vida, y cerró la puerta. El eco del portazo quedó impregnado en mis oídos. Me obligué a caminar y concentrarme mentalmente. "Yo puedo, yo puedo", me repetí mentalmente mientras me dirigía al centro.