Ocho años después.
Luis Díaz observó a Anthony Lennox y María Elena Duque, con una mezcla de sorpresa y resentimiento. Sus ojos, marcados por el dolor y el tiempo, se clavaron en ella con una dureza que la hizo detenerse.
—¿Qué hace aquí, doctora? —preguntó él, su tono impregnado de agresividad contenida.
María Elena sintió que su garganta se cerraba y el peso de la culpa le impedía articular palabra. Los recuerdos de aquel juicio y de las pruebas que ella misma había presentado en su contra la abrumaron. Quiso responder, pero el nudo en su garganta se lo impidió.
Anthony dio un paso adelante, interponiéndose ligeramente entre ella y Díaz.
—Luis —comenzó Anthony con un tono firme—, Orlando Jones se acercó a María Elena para contarle la verdad. Está dispuesto a declarar. El fiscal ha decidido dar paso a las nuevas pruebas.
Díaz lo miró, esbozando una sonrisa amarga.
—¿Y eso qué cambia, Anthony? Ocho años. ¿Ocho años de mi vida valen algo ahora? ¿Ocho años encerrado aquí mientras mi vida se desmoronaba?
María Elena, con lágrimas en los ojos, encontró la fuerza para hablar.
—Luis… yo… yo no sabía. Hice lo que creí correcto en ese momento, pero… me equivoqué. No tengo excusas, solo quiero pedirte perdón. De verdad lo siento… más de lo que puedo expresar.
Díaz soltó una risa áspera, sin rastro de humor.
—¿Perdón? ¿Cree que un simple perdón arregla algo? —Su voz se quebró, pero mantuvo el tono firme, mirándola con el resentimiento acumulado de años—. Perdí a mi esposa, María Elena. Mis hijos dejaron de visitarme. Para ellos soy un hombre culpable. ¿Sabes lo que es pasar aquí adentro mientras los días se hacen eternos? La única persona que creyó en mí y que me ha visitado es el doctor Lennox. Ni mi propia familia quiso quedarse a mi lado.
María Elena, con lágrimas rodando por sus mejillas, asintió, sin saber cómo responder. Cada palabra de él era como un golpe, y no tenía defensa posible.
Anthony, manteniendo su postura firme, miró a Díaz con comprensión, pero también con la determinación de quien siempre creyó en su inocencia.
—Luis, esto es lo que puedo ofrecerte ahora. Sabes que siempre estuve de tu lado, y no voy a parar hasta que recuperes lo que queda de tu vida. Sé que nada compensará estos años, pero al menos puedo ayudarte a limpiar tu nombre.
Díaz mantuvo la mirada fija en María Elena, sus ojos fríos y llenos de desconfianza.
—¿Justicia? ¿Dónde quedó la justicia cuando tú, tan segura de tus pruebas, decidiste la vida de un hombre? —Su voz estaba llena de amargura, y la dureza de su expresión lo decía todo—. Lo perdí todo. Y nada de lo que hagan ahora me lo va a devolver.
María Elena, sintiendo el peso de cada una de sus palabras, sollozó, incapaz de ocultar el remordimiento.
—No puedo cambiar el pasado, Luis. Pero haré lo que sea necesario para demostrar tu inocencia. No puedes imaginar cuánto lo siento… Si pudiera cambiar algo…
—No puedes, María Elena —la interrumpió él con dureza—. Ya es tarde. Ocho años tarde.
****
Esa misma noche
María Elena lloraba sentada en el sofá, con los hombros encogidos. Su hermana la observaba desde el umbral de la puerta.
—No me dejó ni hablarle… —murmuró—. Me dijo que no quería justicia, que ya no creía en nada. Me miró como si yo hubiera matado a su familia. Como si yo… —la voz se le quebró—. Nunca me habían despreciado así.
Dafne sintió que algo dentro de ella se encendía. Se incorporó de golpe.
—Ese desgraciado no va a quedarse con la última palabra, lo quieres ayudar y te trata de esa forma. ¿Quién se cree que es Luis Díaz?
María Elena la miró con atención.
—No vayas a cometer una locura, por favor, no quiero más problemas con ese hombre.
Dafne no dijo nada soltó un bufido, besó la mejilla de su hermana y salió del apartamento.
El rugido del motor de su motocicleta llenaba el aire nocturno mientras Dafne atravesaba las calles iluminadas de la ciudad. El viento agitaba su cabello, pero no lograba enfriar la furia que hervía bajo su piel. Su mandíbula estaba tensa, y sus ojos azules, normalmente calculadores, ahora brillaban con una mezcla de determinación y desafío.
«Así que por fin nos vamos a conocer, Luis Díaz», pensó, apretando ligeramente el manubrio. «Después de ocho años, al fin voy a tener frente a mí al arrogante que nunca tuvo la decencia de dar la cara, el que rechazó mi proyecto sin siquiera valorarlo. Y ahora, para rematar, tuvo el descaro de tratar mal a Elena cuando ella fue a disculparse»
Dafne frunció el ceño, sintiendo cómo la rabia se encendía aún más. Aceleró la motocicleta, disfrutando por un momento la sensación de control absoluto que tenía sobre la máquina. Era lo opuesto a lo que sentía desde que su hermana le contó cómo Díaz había recibido sus disculpas con sarcasmo y frialdad.
«Prepárate, Díaz. Nadie se mete con los Duque. Mucho menos con mi hermana. Pensaste que tu cárcel era dura, pero no has conocido lo que una Duque es capaz de hacer cuando la provocan» murmuró para sí misma, esbozando una sonrisa peligrosa.
Al llegar a su apartamento, apagó la motocicleta y respiró hondo. La determinación en su rostro no se desvaneció. Sabía que enfrentarse a Díaz no sería sencillo, pero Dafne nunca había sido del tipo que retrocediera ante un desafío. Y Luis Díaz estaba a punto de descubrirlo.
****
Días después.
En el rincón más oscuro de su celda, Luis sostenía entre sus manos una foto vieja. En ella, sus hijos sonreían frente a una torta de cumpleaños. La imagen estaba arrugada por los años y las veces que había sido doblada y guardada, pero seguía siendo su único contacto con el pasado.
Era un recuerdo de otra vida, una que había perdido al cruzar las puertas del penal. La misma en la que tenía una esposa que decía amarlo y un futuro que parecía prometedor. Ahora, esas palabras eran huecas. Su esposa lo había abandonado meses después de su condena, y sus hijos… ni siquiera sabía cómo lucían ahora. Ocho años sin verlos, sin escuchar sus voces.
Luis apretó los labios y dejó caer la foto sobre su litera. En el aire pesado de la celda, se permitió un momento de vulnerabilidad, pero rápidamente se recompuso. Había aprendido a endurecerse, a no esperar nada de nadie. La esperanza era un lujo que no podía permitirse.
Uno de los guardias se acercó a la reja para informarle que tenía una visita conyugal. La noticia lo dejó atónito. Su esposa no lo visitaba desde hacía años, y él ya había aceptado que eso jamás cambiase. Frunciendo el ceño, negó con la cabeza.
—Debe ser un error —murmuró, confundido.
Sin embargo, los guardias insistieron y, sin darle más explicaciones, lo escoltaron hacia una pequeña sala en la sección de visitas privadas. Al entrar, su mirada se posó en la figura de una mujer de espaldas, de pie junto a una vieja mesa. Su postura segura y el aura misteriosa que desprendía llamaron su atención de inmediato.
La mujer vestía un conjunto n***o de cuero que delineaba su figura con elegancia y audacia: pantalones ajustados, tacones altos que resonaban contra el suelo, y una chaqueta a juego que le daba un aire de autoridad indiscutible. Luis sintió una mezcla de desconfianza e intriga. Había algo en ella que lo mantenía en guardia.
—Mire, señorita —dijo con tono seco—, yo no he contratado sus servicios… ni me interesa.
Cruzó los brazos, esperando una respuesta. La mujer, aun de espaldas, se giró lentamente, agitando su rubia cabellera en un movimiento deliberado y mirándolo con un desdén absoluto. Sus ojos azules, fríos como el hielo, lo analizaron de arriba abajo antes de responder con una voz firme y cortante.
—¿Tengo facha de ser una cualquiera? —espetó, cruzándose de brazos—. No te equivoques, Luis Díaz. No vengo a eso, ni que estuviera loca.
Luis, aún más confundido, arrugó el ceño. La actitud de la mujer lo descolocaba y, al mismo tiempo, lo ponía a la defensiva.
—¿Entonces? —gruñó, intentando mantener la compostura—. ¿Quién demonios eres? ¿Qué quieres?