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En eso que salí de la casa de esa clienta, sí, llegué a mi moto sana y salva, respiraba pesado, como si hubiera corrido una maratón en chancletas. Me apoyé contra el manubrio, con la frente cubierta de sudor, y lo primero que hice fue maldecir.
—¡Mierda! —solté en voz alta, como si el aire me fuera a contestar—. ¡Casi caigo!
No de la moto, no, casi caigo en esa trampa humana con ojos ardientes que acababa de dejar atrás. Esa mujer… ¡Esa mujer! Me había puesto nerviosa de un modo que ni yo entendía.
Sentía mi cuerpo caliente, como si me hubieran enchufado directo a un transformador. Me llevé las manos a la cara y mascullé:
—¿Quéeee? ¿Será que soy lesbiana?
Me quedé congelada en mi propio pensamiento.
—¡Mierda, no puede ser que sea lesbiana! —repetí, g
