Justo ambos llegamos a la mesa, sí, llegamos juntos, y sentí como si todo el mundo nos estuviera viendo. O peor aún: como si todos supieran lo que acababa de pasar allá arriba, en mi cuarto, esa locura que todavía me quemaba la piel y me aceleraba el corazón. Mamá, con su instinto de organizadora de vidas, me indicó con la mano que me sentara. Y claro, ¿dónde fue a ponerme? Al lado de Francesco. Justo ahí. A su maldita derecha. Me dejé caer en la silla como un pollo desplumado y remojado, literal, porque todavía sentía gotas frías en mi cara, y mamá, con esa mirada de halcón que no se le escapa nada, me pregunta: —¿Qué te pasó, Isabella? Pareces pollo remojado. Yo, que ya estaba al borde de perder la paciencia, abrí los ojos grandes y casi me atraganto con el aire. —¡Mamá! —exclamé, i

