—¡Nada! —exclamé demasiado rápido, demasiado fuerte. Sonó a “me han pillado”, lo sé—. Nada, mamá. Se me resbaló la cuchara. —Ajá… —dijo ella, con ese tono de “luego hablamos”. Me incliné hacia el plato, agarré la cuchara como si fuera un arma y me metí un pedazo de arroz a la boca. Masticaba con rabia. A mi lado, Francesco se inclinó apenas un poco hacia mí, sin dejar de sonreír, y me susurró: —Tranquila, perezosa, o te vas a atragantar. Me enderecé como si me hubieran pinchado con una aguja. —¡Cállate! —le solté entre dientes, sonriendo de cara a mamá para que no notara nada. Él se rio bajito, y ese sonido me recorrió entera como un cosquilleo eléctrico. Tenía ganas de tirarle el vaso de agua en la cabeza, pero sabía que lo disfrutaría. Francesco es de esos que huelen el caos y se a

