La frase le pegó en el rostro; vi cómo sus ojos parpadearon, confundidos por mi brutal sinceridad. Ella se acercó despacio, y su mano, cálida, se posó sobre mi mejilla. —Mi amor —susurró—. Tranquila... entiendo que te duela. Pero no vuelvas a pelear con Alejandra así delante de los demás. Somos familia; que te fastidie no te da derecho a romperlo todo. Respiré hondo, intentando ordenar las palabras que me quemaban. La casa olía a sopa, a pan caliente que no teníamos y a perfume caro que sí tenían los otros. Me vino una arremetida de honestidad y la dije, porque a veces lo que pesa adentro necesita salir aunque suene brutal. —Mamá, si yo tuviera donde irme, ya me habría ido. Pero no puedo. Te amo, y no podría dejarte sola. No tenemos un padre que se quede. Ese hombre viene y se va y no t

