En eso que estoy bailando, sola, completamente suelta, el ritmo pegado al cuerpo, los ojos semicerrados y la cerveza tibia en la mano, siento de repente una mano en mi brazo. Fuerte. No una caricia, no un toque de “hola”, sino un agarre brusco, de esos que cortan la respiración y encienden la rabia. Me doy la vuelta en automático, tambaleando un poco, y digo en voz alta, arrastrando las palabras entre risas y borrachera:
—¿Qué te pasa, idiota?
Mi tono es más desafiante que consciente, pero cuando levanto la vista y veo quién es, el mundo se me endereza de golpe.
—¿Francesco? —digo entre asombro y risa, parpadeando varias veces porque no puedo creerlo—. Espera... eres tú. Espera, ¿cómo llegaste aquí?
Él me mira con esa expresión suya, esa mezcla entre furia contenida y preocupación, la
