Sentía el grosor, el calor abrasador, y tuve que reír. De nuevo, esa risa tonta y honesta que escapaba cuando el pánico se convertía en emoción. —Esto... no es justo —jadeé, inclinándome para que mi frente tocara la suya. —¿Qué no es justo? —Su voz era grave, ronca, casi irreconocible. —Que tengas este... ¡Este monstruo! ¡Esta bestia! Él se rió, un sonido profundo que me vibró hasta la columna vertebral. —Ahora muévete, Isabella. Muéstrame —me desafió, su voz llena de anticipación. Y yo lo hice. Pero no con el vaivén salvaje que se espera. Mi cuerpo, en un acto de pura adaptación, comenzó a moverse circularmente. Un lento, delicioso, movimiento molido. Era como si estuviera creando una órbita privada alrededor de su eje. Ese movimiento lento fue mi arma. Fue mi primer acto d

