Invitación

1075 Words
Tuve que morderme la lengua hasta que me sangraron las frases que quería decir. Mamá vino entre nosotras con esa calma de quien sabe que el incendio no se apaga con palabras, y me tomó de la mano con fuerza: —Vamos —susurró, llevándome hacia la puerta, como si con cada paso intentara empujar lejos la vergüenza que había estallado en la cocina. Alejandra se quedó plantada, con los labios aún torcidos en una mueca de triunfo. Mamá se acercó a ella con la misma paciencia de siempre y, con voz dulce, pero cargada de autoridad, preguntó: —Nena, ¿qué quieres que haga por ti? La maldita sonrió, altiva como si todo fuera un juego donde ella marcaba las reglas. —Nada, tía —respondió con desdén—. Ya se me fue el apetito. Le diré a mi novio que me lleve a comer lo que quiera. Entró en la cocina como quien descubre que el mundo le pertenece, y yo me quedé quieta en el umbral con las palabras pegadas en la garganta. Quería llorar. Quería gritar. Quería tomar la cazuela y volcarla contra la mesa, pero no lo hice. Respiré hondo y obligué a mi cuerpo a caminar hacia adentro, a recuperar la compostura que mi madre, acto instintivo, necesitaba de mí. —Mamá —dije ya dentro, con la voz seca—. Voy a mi habitación, gracias. Es que… debo contestar una llamada importante. Es del trabajo. ¡Que aprovechen! Mi mentira salió torpe y con borde quebrado. No era del trabajo. No era una llamada. Pero sonó convincente lo suficiente para que mi madre asintiera, enseñándome con los ojos que me comprendía sin tener que preguntar. Ella me dio un beso en la frente y, por un segundo, el calor de su piel me sostuvo. Cuando di media vuelta para marcharme, la voz de Francesco me detuvo como un hilo de plomo que se lanzara sobre mi pecho: —Fue un gusto, Isabella —dijo, con esa sonrisa que todo lo hace peligroso—. Tanto que somos vecinos… Me gustaría invitarlas esta noche a cenar. La frase flotó en el aire como una invitación a un juego con trampas. Quise decir que no, no quería ver su cara más de lo estrictamente necesario; quise decir que no era buen momento; quise decir mil cosas y no dije ninguna. —Ah… no puedo —respondí, torpe—. Es que debo dormirme temprano, mañana tengo trabajo… Mi voz se quebró en el final, como si esperara que la mentira se sostuviera con su propio eco. Alejandra se rió con esa seguridad que la convierte en una fortaleza de desprecio. —No te preocupes, amor —dijo ella, con una soltura que me hirió—. Ella es aburrida. Francesco ladeó la cabeza y, con una suavidad que me dejó sin defensa, añadió: —Te estaré esperando, Isabella. No faltes. Su tono no era solo una invitación: era una orden envuelta en terciopelo. Cerré los ojos un instante, conteniendo el impulso de golpear algo, la mesa, la pared, su sonrisa calculada, y dije con voz corta: —Adiós, Francesco. Di media vuelta y subí las escaleras con pasos que eran piedras que se acumulaban. Cada peldaño dolía. Sentía la mirada de mi madre siguiéndome, pesada como una manta de preocupación; sentía las risas contenidas, las miradas punzantes, la sensación de ser el punto n***o en una foto familiar que debía ser perfecta. Entré a la habitación que comparto con mi hermana. La puerta hizo un sonido suave detrás de mí y por un momento el silencio fue una bendición. Miré la cama con las sábanas arrugadas y la almohada que aún conservaba el perfume barato de los días de estudio nocturno. Me dejé caer sobre la cama y el colchón acogió mi peso como si supiera que debía sostener no solo mi cuerpo, sino también la acumulación de humillaciones de la noche. A mi lado, la mitad de la habitación estaba ocupada por sus cosas: los bocetos, las telas amontonadas, la tableta de dibujo siempre encendida. No me molestaba compartirla con ella o a ella no le molesta compartirla conmigo; fue mi elección y mi refugio. Lo que sí me irritaba era pensar que esa misma habitación, testigo de mis sueños, ahora me observaba como un jurado que espera mis gestos de derrota. Me levanté y caminé hasta la ventana. La cortina dejaba pasar la luz amarillenta de la ciudad; el mar, lejos, silente, no cambiaba por nada. Me miré en el espejo que cuelga en la pared. La chica que me devolvía la mirada tenía los ojos hinchados, el labio inferior mordido y la piel pálida. Le di un pequeño tirón al cabello, como si pudiera despejar la cadena de pensamientos enredados. Me senté en el borde de la cama y apoyé la cabeza entre las manos. Recordé la mañana: el presidente que se desmayó de indecencia, la bandeja de sushi que había rebotado en su zapato, la puerta que no abría, la sensación de haber sido una intrusa en un mundo donde el dinero compra derechos que no me admiten. Pensé en la conversación con la jefa, en la frialdad con la que eligieron mi destino en una hoja de contrato firmada a la ligera. ¿Cómo había llegado a aceptar una promesa que me sabía amarga? ¿Por qué ese “no hacer finales felices” se sentía más como una cadena que como una protección? Me dolía la garganta de tanto tragar. Me levanté y caminé hasta el rincón donde guardo mis bocetos. Abrí la carpeta y miré los proyectos: lámparas que planeaba colgar sobre un comedor propio, superficies con texturas que todavía existían solo en mi cabeza, un local pequeño que alguna vez sería mi estudio. Me tocó la punta de un lápiz sin dibujar nada y lo apreté entre los dedos hasta que la madera crujió. Necesitaba pensar en algo práctico. No podía quedarme a nadar en la humillación. Si iba a trabajar mañana en Velvet Nights, tenía que trazar una estrategia: cómo mantener mi dignidad intacta, cómo proteger mi cuerpo, cómo guardar dinero. Abrí el teléfono y reexaminé el mensaje que Victoria me había mandado: “serás la cara visible del delivery: puerta, caja, firma, adiós. No hay contacto. No hay sexo. Solo discreción y profesionalismo.” Esa promesa era un hilo delgado, pero era todo lo que tenía de momento.
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