El clímax fue inevitable. Fue una descarga eléctrica que barrió mi cuerpo. Sentí una serie de contracciones tan violentas y profundas que pensé que iba a desmayarme. Mi grito fue un rugido final, un aullido de liberación total. Sentí mi cuerpo chorrear de nuevo, la humedad caliente esparciéndose sobre el juguete. Me desplomé, totalmente inerte, la vibración aún zumbando dentro de mí. Francesco sonrió, sus ojos oscuros y triunfantes. Se inclinó, apagó el control, y el silencio que siguió fue casi ensordecedor. Retiró el juguete de kiwi con una lentitud exasperante. —Esa es la diferencia, tesoro —me susurró—Ahora sabes lo que es un verdadero huracán. Me quedé jadeando, mi cuerpo humeando de calor, mirando el techo y pensando: Dios, gracias por mi hermana y sus regalos ridículos. Y m

