—¡Baja la voz! —me ordenó, con esa firmeza que siempre me hacía sentir como una niña de cinco años—. No tenías por qué hablar más de la cuenta.
—¿Y qué querías que hiciera? ¿Sonreír como idiota mientras él me culpa de algo que no hice? ¡La que no quiso ir fue Alejandra, no yo!
Mamá suspiró y dejó las bolsas en la mesa, cansada.
—Isabella, no entiendes… hay cosas que es mejor callar.
—¿Callar? —me crucé de brazos, hirviendo—. Claro, siempre callar. Siempre yo la que se traga todo. ¿Y Alejandra? ¡Ella queda como la reina, la princesita, mientras yo soy la mentirosa!
Mi madre no contestó. Se limitó a darme la espalda y empezar a guardar las cosas que Francesco había traído.
Yo me quedé ahí, con el corazón latiéndome en la garganta.
Sentí que me ardían los ojos. No, no iba a llorar. ¡No
