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En eso que sirven el sushi, los rollos bien puestos en la mesa, con el vapor todavía saliendo de una sopita que pusieron al lado, yo ni hambre tenía, pero igual agarré los palitos como si fueran armas para distraerme. Francesco me mira, sonríe, y dice con esa voz suya que parece que le pusieron miel encima:
—Tanto tiempo…
Yo lo miro fijamente, trago saliva, y respondo:
—Sí… pero creo que ya no es igual.
Sus cejas se alzan y se inclina hacia adelante como si quisiera que le aclarara el chisme.
—¿Cómo que ya no es igual? —me dice, arqueando la ceja.
Respiro hondo y me suelto como si estuviera a punto de dar un discurso político:
—Pues sí, Francesco. Somos diferentes. Mírate… no sé, ¿qué comiste? ¿Qué tomaste? ¿Qué pacto hiciste? Porque no eres el mismo.
Él sonríe de
