¡Es un trabajo"

1565 Words
La palabra salió como un pedernal. Fue un latigazo para ambas: para mí que la dije, para la sala que la escuchó. Hubo un silencio frío, como el de un cuarto que acaba de encender las luces y descubre secretos. —¿Putición? —repitió Cándida con incredulidad teatral—. ¿Qué dijiste? —Putición —insistí—. Que me mandaron a un hombre que se bajó los pantalones y me pidió un “final feliz”. No puedo. No lo haré. No soy puta. No voy a vender mi cuerpo por dinero. La incredulidad de Cándida se tornó en una sonrisa afilada. Victoria frunció el ceño, como si me odiara por arruinarle su control. —¿De verdad vas a hablar así aquí? —me espetó mi hermana en voz baja, los dientes apretados—. ¿Vas a llamarlo putición? —¡Sí! —le respondí, harta de suavizar nada—. Porque eso es lo que es. Y no lo firmé para que me explotaran. No vine a esto por gusto. Cándida puso una mano en la mesa. Su perfume era caro, penetrante. No sonrió. —Mira, Isabella —dijo—. Este lugar tiene dos caras: una en la calle, donde se sirven platos exquisitos y se atrae a la gente que quiere ver y ser vista; otra detrás de la puerta, donde los clientes pagan por… experiencias. Todo es legal si se ejecuta bien: contratos, discreción, apartamentos, acompañantes consentidos. Nunca, bajo ninguna circunstancia, se obliga a nadie. Me quemó la manera en que dijo “nunca” esa palabra colgaba de su boca como una broma cruel. —Entonces déjame irme —susurré. —Renuncio. No estoy de acuerdo con esto. No firmé para prostituirme. Si eso es lo que esperan, prefiero irme y que me despidan. Cándida cerró los ojos un segundo, como si pesara mis palabras. Se apoyó en la mesa, mirándome de modo que entendiera que no era joven y tonta, que esa era la realidad que se tragaba. —¿Qué crees que eso sería, muñeca? —preguntó suavemente—. ¿Que puedes venir y marcharte cuando te venga en gana? Los contratos que firmaste no son de papel cualquiera. Y tu hermana… tu hermana lleva diez años aquí. Ella sabe, y te dijo que sería algo sencillo. —Ella me dijo que solo repartía comida —protesté, con la garganta en llamas—. Me mintió. —No te mintió —Cándida fue cruelmente clara—. Te dijo la verdad, y el pedido que se te dio fue un error. La verdad chica, aquí todos hacemos lo mismo: negociamos el orgullo por una paga que permite dormir tranquilos, mantener casas, o abrir negocios. Tú quieres abrir un estudio de diseño, ¿no? No es gratuito. Nadie regala sueños. Y los clientes de esta casa pagan bien. Mi estómago se contrajo. Era el argumento que más odio sentía: el dinero como verdugo de la dignidad. Ella tenía razón en una lógica fría, económica; pero yo tenía la rabia de quien no vende su piel, aunque la necesidad la esté ahogando. —No voy a ser parte —dije con voz quebrada—. Ni a repartir placer. Soy diseñadora, no moneda. —Lo siento, jefa —escuché salir de la boca de Victoria como si fuera un juramento—. Yo hablaré con mi hermana. Además, ella solo está para entregar juguetes. —¿¡Jueguetitos!? —estallé, porque ya no quedaba nada que contener. Mi voz rebotó en el pasillo como una bola de vidrio lanzada con rabia—. ¿Jueguetitos? ¿Qué es eso? ¿Me están tomando el pelo? Victoria me dio un golpe con la mirada, esa que usa cuando quiere que deje de hacer el papel de niña. —Cállate —me cortó, con la voz más baja de lo que esperaba—. Silencio si quieres mantener este trabajo. —¡Pero yo no quiero ser prostituta! ¡No voy a vender mi cuerpo por dinero! —La frase salió con la fuerza de quien por fin suelta algo que ha tragado mucho tiempo. Victoria me soltó de golpe, la furia marcando cada músculo de su cara. —¡Cállate! —me ordenó—. No digas estupideces. ¿Quieres mantener el trabajo o no? Guardé silencio porque no tenía más palabras que funcionaran. Mi garganta ardía y mis manos temblaban. Victoria, sin embargo, se dirigió a Cándida con una calma que me enloquecía. —Lo siento, jefa —dijo—. Perdónala. Ahorita hablo con ella. Le prometo que no volverá a suceder. Cándida la miró con desdén, como quien mide si algo merece la pena. —Está bien —murmuró—. Porque eres la supervisora y porque es tu hermana, lo dejaré pasar. Pero esto no se repite. Mi hermana, en un gesto que parecía casi suplicar, le dio las gracias como si le hubieran perdonado una ofensa terrible. Luego se me acercó y, sin cortesía, me agarró de la mano y me sacó a jalones del office como si llevara a una niña a ser reprendida. Ya afuera, en el corredor iluminado por lámparas cálidas, me soltó con brusquedad. Me di la vuelta, mirándola con los ojos llenos de incredulidad. —¿Por qué? —le dije, porque la pregunta no cabía en mi pecho. —¿Por qué trabajas aquí? —¡Calla! —me espetó, desesperada—. No puedes decir eso. No puedes gritar putas en un sitio así. —¿Cómo no voy a decirlo? —la acusé, acercándome—. ¿Qué piensas? ¿Que la vida es fácil? ¿Que alguien nos regala la comida, la carrera, una casa? ¿Qué? ¿Quién nos pagó tus estudios? ¿Quién celebró tus quince? ¿Quién puso en la universidad tu nombre en la nómina cuando no había dinero en la casa? —Mi voz trepaba escalones de rabia y de dolor a cada frase. Ella me llevó las manos al rostro, con una ternura que me cortó el flujo de palabras por un segundo. —¡Basta! —susurré—. Basta. —Dímelo, entonces —rogó, porque la verdad me quemaba—. Dime la verdad. ¿Tienes un novio millonario que nos mantenga? ¿Quién? ¿Quién nos regaló todo? Victoria respiró hondo y cerró los ojos un segundo, como si ordenara en su memoria las cuentas de los años. Cuando volvió a mirarme su rostro estaba duro, más viejo de lo que me parecía hace un tiempo. —Estoy aquí por elección —dijo—. Nadie me obliga. No tengo un novio millonario, ni un benefactor. Trabajé, y trabajé duro. Empecé cuando tenía veinte años y pagué mis cuentas con lo que ganaba aquí. No vengas a juzgarme con la moral barata, Isabella. Esto te permitió estudiar, nos permitió vivir. No siempre hay héroes que regalen oportunidades. Sus palabras me golpearon como un puño frío. Había en su voz una mezcla de orgullo y de cansancio que desarmaba cualquier intención de hacerla confesar una mentira. Todo en ella olía a sacrificio, a decisiones tomadas a las carreras. —¿Y qué pasa con los límites? —objeté—. Esto no es un trabajo normal si te mandan a que un hombre te pida un “final feliz”. Eso es explotación, hermana. Eso no es solo negociar con la vida. —Nadie trabaja siendo obligada, Isabella —dijo ella, apretándome la muñeca con fuerza—. Todos estamos aquí por elección: por dinero, por necesidad, por placer, por mantener una vida. No vengas con discursos. No eres la primera que se escandaliza y no serás la última. —Entonces me equivoco —dije con rabia—. Entonces fui ingenua, pensé que me mandaban a entregar comida. No que me iban a encarar como si mi cuerpo fuera un menú. Victoria me miró como si yo hubiera abierto una caja de algo que preferiría mantener cerrada. —Te mandaron por error —respondió en un susurro—. Yo hablaré con Cándida. No te pongas como drama. Si tu primer día fue un desastre, lo arreglamos. Pero no puedes ir por la vida con el cartel de moralista, Isabella. No es realista. Yo la miré con amargura y por un momento consideré que, quizá, en sus dedos había algo que yo no tenía: la capacidad de asumir el precio de los sueños. No quise reconocerlo, pero había un punto en que la necesidad había limado su orgullo hasta hacerlo manejable. —Lo siento —dije de pronto, porque ya no sabía si hablaba por mí o por ella—. Lo siento si fuimos una carga. Victoria me soltó con brusquedad y se apartó, respirando contra la pared como si hubiera corrido una maratón emocional. En sus ojos vi fatiga, algo que me hizo bajar la mirada. No era solo el dinero; era años de decisiones, noches sin dormir, compromisos que se habían ido comiendo la idea de una vida fácil. —No lo digas así —me dijo con voz rota—. Nadie nos regaló nada. Yo escogí, y tú puedes escoger diferente. No te voy a forzar. Me quedé en silencio porque en el fondo sabía que ella decía la verdad. Nadie nos había regalado nada.
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