CAPITULO 08

1180 Words
Me quedé en mi habitación, el reflejo en el espejo era el de una extraña. No vi a la chica que había sido prisionera, sino a la mujer que había matado para ser libre. El recuerdo de mi infancia y de Elías, la jaula que él había construido para mí, era un eco que resonaba en el silencio. Ya no era un dolor; era una verdad. Y la verdad, como Azrael me había enseñado, era la única moneda que existía en este mundo. La puerta de la habitación se abrió, y Azrael entró, como si nada hubiera pasado. Vestía una camiseta de cuello redondo y pantalones de chándal, y se veía tan normal que me dieron ganas de gritar. No me miró. En cambio, caminó hacia la ventana, la espalda hacia mí. La tensión en la habitación era tan palpable que podía cortarse con un cuchillo. Él sabía lo que había hecho. Él sabía lo que yo había visto. Y sabía que, a partir de ese momento, ya no había vuelta atrás. Ya no era la chica del callejón. Ahora era la prisionera de un monstruo. — ¿Qué ves? — Azrael preguntó, su voz era un susurro que me hizo temblar. Lo miré, sus ojos, un pozo de oscuridad, se encontraron con los míos. El miedo que sentía se mezclaba con una extraña y retorcida fascinación. Él no era un hombre. Era un monstruo. Y de alguna manera, yo era su igual. —No veo nada, — susurré, mi voz era un hilo de seda roto. Su sonrisa era un depredador. —No mientas, mi amor. Me lo prometiste. Tragué saliva, y me acerqué a él, la distancia entre nosotros era una tortura. No tenía miedo de lo que él me hiciera. Tenía miedo de lo que yo sentía. —Veo a un hombre que me usó como un peón en su venganza— susurré, mis palabras eran un cuchillo. —Veo al hombre que me obligó a enfrentarme a la verdad de que soy una asesina. Y veo a un hombre que no pide disculpas. Y no sé si lo odio, o si lo entiendo. Él no dijo nada. Solo me miró, y vi en sus ojos un reflejo de mí misma. La misma frialdad que yo había sentido cuando maté a mi hermano. La misma desesperación. La misma rabia. —Y ahora— continué, mi voz era un susurro lleno de rabia. —Qué somos? Azrael me miró, sus ojos un pozo de oscuridad. No respondió a mi pregunta. En cambio, me tomó la cara entre sus manos. Sus pulgares se movieron para secar las lágrimas que caían de mis ojos. —No somos nada de lo que el mundo conoce. Somos la verdad. Sus labios se movieron, y un susurro peligroso se deslizó en mis oídos. —Somos la verdad de lo que el amor puede hacer. Somos la verdad de lo que el miedo puede hacer. Somos la verdad de lo que el dolor puede hacer. Y ahora, mi amor, el mundo va a saber de lo que somos capaces. Y en ese instante, en sus brazos, no sentí miedo. Sentí una extraña y retorcida calma. Me miré en el espejo, y vi a la mujer que había matado para ser libre. Y supe que mi nombre no era Zahria. Era la reina de la oscuridad. Y mi reino, mi amor, era el que él había construido para mí. Sus manos, frías y calculadoras, se aferraron a mi rostro. En sus ojos, no vi a un depredador, sino a un hombre que me prometía su secreto a cambio del mío. Era un trato justo, en nuestro mundo retorcido. —No, mi amor— susurró, su aliento cálido en mi rostro. —No vamos a quedarnos aquí. La verdad no reside en el dolor de otros. La mía está en un lugar que solía llamar hogar. Y ahora, lo llamaré nuestro hogar. Me tomó la mano, sus dedos entrelazándose con los míos. El contraste de su piel fría con la mía era un escalofrío que me recorría el cuerpo. Caminamos de vuelta a la sala, la chimenea aún encendida. Me sentó en el sofá de cuero, y él se arrodilló frente a mí, como un rey a su reina. —Mi historia— comenzó, su voz era un murmullo grave que se perdió en la intimidad de la habitación. —Mi historia no es la de un monstruo que vino a buscarte en la oscuridad. Es la historia de un hombre que se convirtió en uno. Por ti. Mis ojos se llenaron de lágrimas. No por miedo, sino por la cruda y dolorosa verdad. Él me miró, y vi en sus ojos un abismo de vulnerabilidad que no había visto antes. Un monstruo. Un rey. Un hombre que se había roto, y que, de alguna manera, me entendía. —Te conocí por tu hermano— susurró. —Elías. Él era mi mano derecha, mi mejor amigo. Un hombre en quien confiaba más que en mi propia sombra. Le di mi imperio. Le di mi vida. Y él, en su cobardía, me traicionó. Su voz se quebró, y por un instante, vi al hombre que había sido antes de convertirse en el monstruo que era ahora. Un hombre que se había roto, y que, en su dolor, había destrozado a otros. —Elías me vendió— susurró. —Me vendió a mis enemigos. Me vendió a los que querían verme muerto. Y yo, en mi rabia, le di la oportunidad de vivir. Lo dejé ir, con la esperanza de que, algún día, él se arrepintiera. Pero no lo hizo. Mis lágrimas cayeron, no por el hombre que había muerto, sino por el que había sido traicionado. En ese momento, no vi a un asesino. Vi a un hombre. Un hombre que había sido traicionado por la única persona en la que confiaba. Y yo, su presa, era la única que podía entenderlo. —Y un día, mi amor," susurró, sus manos se movieron para tocar mi rostro. "Un día, me di cuenta de que mi venganza no era suficiente. Quería más. Quería que mi enemigo sintiera el dolor que yo sentía. Quería que sintiera el dolor de la traición. Y yo, en mi rabia, te encontré. Mis ojos se abrieron, y el terror se apoderó de mí. Azrael no era un monstruo. Era un rey. Y yo, su presa, era la pieza final en su tablero de ajedrez. —No te salvé— susurró. —Te tomé. Te saqué de tu infierno y te traje al mío. Y ahora, mi amor, es hora de que el infierno se convierta en nuestro hogar. Me tomó la cara entre sus manos, y me besó. Un beso que no era tierno ni gentil, sino un reclamo. Un acto de posesión. La noche era joven, y la oscuridad, nuestra única testigo. Y yo, Zahria, estaba lista para hundirme en la dulce y peligrosa verdad de Azrael. En el infierno que habíamos creado juntos. Y en el amor retorcido que nos esperaba.
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