CAPITULO 03

1932 Words
La noche se había convertido en un lienzo de sombras, pintado por el fuego. Sus ojos, los mismos que me habían mirado con una curiosidad tan inusual, ahora estaban llenos de una verdad brutal. No lloraba por el hombre que había muerto, sino por el secreto que ahora nos pertenece a los dos. El peso de su secreto era una carga que yo, estaba a punto de tomar para mí. Me moví con la lentitud de un depredador que saborea la victoria. No era necesario forzarla más. Su alma, ya rota, estaba lista para ser moldeada. Me senté en el suelo frente a ella, las rodillas cerca de las suyas, el calor de la chimenea uniendo nuestros cuerpos y el frío de la noche una promesa de lo que nos esperaba. —Cuéntamelo todo— susurré. —El nombre. El lugar. El cómo. El porqué. Ella tragó saliva, sus manos temblando en su regazo. La historia salió en un hilo de voz, un susurro que era a la vez un ruego y una confesión. —Se llamaba Elías. Mi corazón, una máquina de carne inerte durante años, dio un vuelco. No por la conmoción, sino por la cruda y dolorosa verdad. El secreto no era un amante, no era un enemigo. Era aún más perverso que eso. Y ella, mi presa, era una asesina. —¿Por qué lo hiciste? — Mi voz era más suave, más peligrosa que antes. —Él me protegía— susurró. —Pero un día, el monstruo que él había mantenido a raya salió a la luz. Y yo no tuve otra opción. El mundo era él o yo. Y yo me elegí. Una sonrisa se curvó en mis labios. No era una sonrisa de alegría, sino de pura satisfacción. Su historia, su dolor, su culpa, era una obra de arte. Y yo, el monstruo, era el único que podía apreciarla. Me levanté y me arrodillé frente a ella. Mi mano se movió para tocar su rostro, y ella cerró los ojos, esperando mi toque. Pero no la toqué. En cambio, mi mano se posó en su cuello, mi pulgar en su pulso. Su corazón, un tambor de terror, latía con un ritmo que yo empezaba, adorar. —Te entiendo— susurré, mi voz un murmullo de complicidad. —La elección de vivir es la más egoísta de todas. Y el castigo por ello es el remordimiento. Ella abrió los ojos, sus ojos, antes un reflejo de mi monstruosidad, ahora eran un abismo de la suya. Y yo supe que, a partir de ese momento, ya no era mi presa. Era mi alma gemela. Mi igual. El monstruo que mi corazón había estado buscando. —Bienvenida a mi infierno— susurré, mi voz un susurro de bienvenida. —Aquí, mi amor, no hay reglas. No hay mentiras. Y, sobre todo, no hay salvación. Mis dedos rozaron su cuello, pero no la toqué. El calor de su piel era una promesa, y mi autocontrol, un muro que me había costado años construir, estaba a punto de desmoronarse. Su pulso, antes un tambor de terror, ahora latía con un ritmo que yo reconocía. El de la rendición. El de la complicidad. El de la pertenencia. —No te salvé— susurré, mi voz era un ronroneo bajo y peligroso que, para mi sorpresa, no pareció asustarla. —Te saqué de un infierno para traerte al mío. Y ahora, me debes un favor. La verdad de tu historia. Ella no dijo nada. Solo me miró, y vi en sus ojos una mezcla de miedo, culpa y una extraña... resignación. Una resignación que yo conocía bien. La misma que yo había sentido cuando el monstruo que había dentro de mí salió a la luz. Me levanté y me alejé de ella. Me dirigí a la chimenea y, con un solo movimiento, encendí el fuego. El crepitar de la madera y el calor del fuego llenaron el aire, y la habitación se iluminó con una luz anaranjada. Dejé que ella me viera, no a un demonio, sino a un hombre que podía encender un fuego. Y vi en sus ojos que no lo entendía. Regresé a ella, y esta vez, me agaché a su lado. Mi mano se movió para tocar su rostro, y ella cerró los ojos, esperando mi golpe. Pero no lo di. En cambio, le aparté un mechón de pelo mojado de su rostro. Mi corazón, que había estado inmóvil durante tanto tiempo, dio un vuelco al sentir su piel. El calor del fuego era una caricia extraña en su piel, un contraste violento con la fría lluvia que todavía goteaba de su ropa. Me senté frente a ella, las rodillas apenas rozándose, la distancia entre nosotros era una tortura silenciosa. Yo, el depredador, observando a mi presa sentada en mi guarida, con el peso de su pecado y el dolor de su confesión. — Una muerte— susurré. La palabra se sentía como una extraña, una que no pertenecía a mi mundo. —Dime, ¿era tu protector, o tu carcelero? La línea es tan fina. Ella se estremeció, y el miedo regresó a sus ojos, tan profundo que sentí un eco en mi pecho vacío. No había mentido sobre su secreto, pero había algo más. Un monstruo. Yo había dicho que era el que venía a buscarla en la oscuridad, pero su historia... su historia era más complicada. Su monstruo no era yo. Su monstruo era él. —Elías era ambas cosas— susurró, su voz apenas audible sobre el crepitar del fuego. —Me cuidaba de la oscuridad del mundo, pero me encerraba en una celda de cristal. Él quería protegerme de todo, incluso de mí misma. Una sonrisa se curvó en mis labios. Una sonrisa que no alcanzaba mis ojos. —Y tú, mi amor, tenías tus propios demonios. ¿No es así? El monstruo que tú eras, el que él no podía ver. Ella cerró los ojos, y una lágrima se deslizó por su mejilla. Pero no era una lágrima de dolor. Era una de frustración. Ella sabía que yo tenía razón. —Lo que pasó esa noche… yo solo quería ser libre— susurró, la verdad era un hilo de seda que se desenredaba en mis manos. —Él me encontró en una fiesta. Me encontró con un chico. Y él… Su voz se quebró. Y yo, que nunca había conocido la piedad, me sentí extrañamente conmovido. Su historia no era la de una asesina. Era la de una víctima que se había levantado. —Y ahora— continué, mi voz un murmullo de complicidad. —Ahora estás aquí. En mi infierno. Y la única pregunta que queda por responder es: ¿Quién se romperá primero? ¿Tú, la presa, o yo, el depredador? Era la misma jodida pregunta resonando en mi mente una y otra vez. Ella abrió los ojos, sus ojos, antes un abismo de la suya, ahora eran un espejo de los míos. Y yo supe que, a partir de ese momento, ya no era mi presa. Era mi igual. El monstruo que mi corazón había estado buscando. Mis palabras colgaron en el aire entre nosotros, un hilo invisible de poder y sumisión. El fuego proyectaba sombras danzantes sobre su rostro, transformando su expresión en un mosaico de emociones: el rastro de la culpa, el brillo de la rebeldía, y una chispa de entendimiento que me heló la sangre. Ella, con su inocencia rota y su secreto a cuestas, no me veía como su salvador ni como su verdugo. Me veía como un reflejo. —No te maté— susurró, su voz era un hilo de seda roto. —Pero sí que lo hice. Un golpe en el lugar exacto. Un accidente, una mentira, un pecado. Elías era tan frágil, tan lleno de ira, que un empujón fue suficiente para romperlo. Y a mí. Me incliné hacia ella, mi aliento chocando contra su cara. El aire estaba cargado de la cruda verdad de su confesión. Un asesinato. Un accidente. Un secreto. La línea era tan fina que ni ella misma la podía ver. —Y él, tu monstruo— dije, mi voz un ronroneo bajo y peligroso que, para mi sorpresa, no pareció asustarla. —Él, el que te protegió y te encerró. Él, el que te hizo temer, y el que te hizo mentir. ¿Qué fue lo que te hizo? ¿Qué secreto te obligó a cargar? Ella cerró los ojos, y una lágrima se deslizó por su mejilla. Una lágrima por el hombre que ella había matado, por el amor que ella había destrozado. Una lágrima por la verdad que yo, estaba a punto de desenterrar. —Él me amaba— susurró, sus palabras eran una mentira que yo sabía que era verdad. —Pero él, él era un monstruo. Un monstruo de amor. Un monstruo de celos. Un monstruo de locura. Una carcajada áspera se escapó de mi garganta. —Sí, mi amor. Y tu inocencia, esa que intentas mantener, es la única cura que conozco. — Me levanté y me alejé de ella. La distancia entre nosotros era una tortura, una que yo, un monstruo que solo conocía la oscuridad, adoraba. —Ahora, mi pequeña, es mi turno de contarte mi historia. La razón por la que soy un monstruo. La razón por la que te elegí a ti. Y la razón por la que te mantendré, te protegeré, y te usaré. Para siempre. Ella no dijo nada. Solo me miró, y vi en sus ojos una mezcla de miedo, culpa y una extraña... resignación. Y yo, estaba listo para escribir nuestro final. Un final en el que la presa se enamora del depredador, y el depredador se enamora de su presa. Y en el que el amor, el amor retorcido, era la única cosa que nos mantenía vivos. Levanté la mano, no para tocarla, sino para señalar algo en la penumbra. Un solo movimiento de mis dedos, un gesto casi imperceptible, hizo que una de las sombras en el rincón más oscuro de la habitación se moviera. Un hombre, grande y silencioso, emergió de la oscuridad, con sus ojos fijos en ella, como si estuviera esperando una orden. Su presencia era una amenaza que no necesitaba palabras. Y la mirada de horror en los ojos de la chica, ahora que se daba cuenta de que no estábamos solos, fue una sinfonía para mí. —No, mi amor— susurré, la voz era un veneno dulce. —No estoy loco. Soy el dueño de esta ciudad. El diablo que gobierna sobre las calles, sobre el miedo, sobre las vidas de la gente. El que puede hacer que un hombre desaparezca sin dejar rastro, el que puede hacer que una mujer se enamore de la oscuridad. Y tú, mi amor, eres mi nueva obsesión. Me incliné hacia ella, la distancia entre nosotros era tan pequeña que podía sentir el calor de su aliento. —La historia de mi hermano es el infierno en la tierra. Y ahora que he tomado tu secreto, es mi turno de contarte el mío. Un secreto tan oscuro que hará que el tuyo parezca un cuento de hadas. Ella no dijo nada. Solo me miró, sus ojos llenos de miedo, pero también de una fascinación aterradora. Y yo, Azrael, estaba listo para escribir nuestro final. Un final en el que la presa se enamora del depredador, y el depredador se enamora de su presa. Y en el que el amor, el amor retorcido, era la única cosa que nos mantenía vivos.
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