Pero Reinaldo se contuvo. Con un control que ni él mismo sabía que poseía, logró mantener una fachada de calma profesional. Sin embargo, para aquellos lo suficientemente observadores, los signos de su tormenta interior eran evidentes: una vena palpitante en su sien, la rigidez de su mandíbula, el brillo peligroso en sus ojos. José Manuel, ajeno al drama silencioso que se desarrollaba frente a él, continuó con las presentaciones, su voz alegre un contraste surreal con la atmósfera cargada entre los dos hombres. Mientras tanto, en la mente de Reinaldo, un solo pensamiento resonaba como un mantra, una promesa silenciosa a Charlotte y a sí mismo: «Debo destruirte maldito. De alguna manera, pagarás por lo que le hiciste a ella y a tu propio hijo» José Manuel, notando por fin la ausencia de

