Mientras Charlotte y Reinaldo intercambiaban miradas cargadas de una creciente y naciente tensión se.xual en aquella cocina española, en Francia, tras un imponente escritorio de caoba, se encontraba sentada una figura enigmática bien vestida a pesar de que apenas eran las seis de la mañana. Lo más desconcertante de su apariencia era la máscara que cubría su rostro: una elaborada máscara de Pierrot de porcelana que evocaba la imagen de un arlequín melancólico. La máscara, de un blanco inmaculado, contrastaba dramáticamente con el traje oscuro del hombre. Sus rasgos, finamente tallados, mostraban una expresión de tristeza eterna, con cejas arqueadas hacia arriba y una pequeña lágrima pintada bajo el ojo izquierdo. Los labios, de un rojo intenso, formaban una delicada curva descendente, acen

