Reinaldo, con la aguda conciencia del peligro que acechaba en cada instante de proximidad, actuó con una determinación nacida de la necesidad. Sus manos, grandes y fuertes pero sorprendentemente delicadas, se posaron sobre los hombros de Charlotte, separándola de sí con una gentileza que contradecía la urgencia de su acción. Sus ojos, ahora intensos y penetrantes como dagas de hielo, se clavaron en los de ella, transmitiendo una compleja mezcla de advertencia, contención y un destello casi imperceptible de deseo reprimido. ―¿Qué haces? ―pronunció con voz grave y profunda, era un sonido que parecía brotar de las profundidades de su ser. Su mirada, traicionera y rebelde, se deslizó involuntariamente hacia los labios de Charlotte, demorándose allí por un instante antes de regresar a sus ojo

