El murmullo del pasillo era el mismo de siempre: pasos, risas, el eco de una canción en algún móvil.
Yo estaba en mi mesa, sacando los apuntes, cuando Inés se acercó con esa expresión que solo pone cuando sabe que va a decir algo que no quiero oír.
—Luna… —empezó, torciendo los dedos del cordón de su sudadera.
—¿Qué pasa?
Dudó. Siempre duda cuando las palabras pesan.
—Bruno me pidió si podía hacer el proyecto con él.
—Ah —respondí, sin levantar la mirada del cuaderno.
—Le dije que sí —añadió rápido—, pero después pensé en ti y… bueno, me sentí mal.
Sonrió con culpa, como si bastara una sonrisa para enmendar el hueco que acababa de abrirse.
Yo asentí despacio.
—No pasa nada, Inés.
Su alivio fue inmediato, y eso, por algún motivo, dolió más.
—¿Segura?
—Segurísima —mentí.
Me abrazó un segundo. Olía a champú de fresa, como cuando éramos niñas.
La abracé de vuelta, porque sabía que esperaba eso, y porque no quería que sintiera más culpa de la necesaria.
Cuando se alejó, la dejé ir sin decir nada.
En realidad, no había nada que decir.
A veces las cosas no duelen por sorpresa, sino por costumbre.
Y yo ya estaba acostumbrada a ser la que sobra en los grupos pares.
Saqué el estuche, fingí buscar un bolígrafo, y me concentré en el ruido de fondo para no pensar.
El aula estaba llena de voces.
Dante reía con un grupo al fondo; su risa era tan fácil, tan limpia, que parecía no pertenecer al mismo mundo.
Por un momento pensé que era injusto lo simple que le resultaba existir en voz alta, mientras yo apenas lograba hacerlo en silencio.
Suspiré.
No pasa nada, me repetí, aunque ya sabía que esa frase era mi manera de mantenerme en pie.
La profesora había salido hacía unos minutos con la excusa de ir a buscar los formularios del proyecto.
En cuanto la puerta se cerró, el aula se transformó.
Las voces subieron de volumen, las sillas se arrastraron, las promesas de “trabajamos bien juntos” llenaron el aire.
Yo seguí en mi mesa, observando cómo todos parecían encajar sin esfuerzo.
Inés hablaba con Bruno unas filas más adelante; reían, ya planeando los temas.
Y yo, como siempre, fui el silencio en medio de todo ese ruido.
No porque me gustara, sino porque no sabía existir de otra forma.
Entonces escuché una voz tranquila detrás de mí.
—¿Ya tienes compañero?
Me giré.
Ares estaba allí, con el cuaderno cerrado entre las manos.
Su expresión era tan serena que por un segundo pensé que no pertenecía a este lugar.
—No —contesté.
—¿Te gustaría hacerlo conmigo? —preguntó, sin rodeos.
La pregunta me tomó por sorpresa.
Su tono no tenía esa falsa amabilidad con la que algunos disfrazan la lástima.
Era una invitación limpia, sin peso ni compromiso, pero que me desarmó igual.
—¿Conmigo? —pregunté.
—Sí. —Una pausa— Contigo.
No sé si fue la forma en que lo dijo o la certeza que había en su mirada,
pero el corazón me dio un salto.
Por primera vez en mucho tiempo, alguien me estaba ofreciendo un lugar sin que tuviera que pedirlo.
No supe qué responder.
Él esperó unos segundos, luego inclinó la cabeza con una sonrisa breve.
—Piénsalo. No hay prisa.
No llegó a alejarse del todo.
Se apoyó en la mesa de al lado, revisando su cuaderno, sin realmente irse.
Y justo entonces, una carcajada al fondo del aula cortó el aire.
Dante.
Lo miré por reflejo, y fue en ese instante cuando él levantó la vista hacia nosotros.
Su sonrisa se apagó un poco, como si hubiera visto algo que no esperaba.
No entendí por qué el aire se volvió tan espeso.
Solo sé que Ares seguía ahí, a un paso de mi mesa,
y que Dante comenzó a avanzar entre los pupitres con ese paso seguro que siempre anuncia algo.
Dante caminaba hacia nosotros con paso seguro, esa mezcla de carisma y arrogancia que llenaba el aire sin pedir permiso.
El murmullo del aula bajó de intensidad, como si todos esperaran algo sin saber exactamente qué.
Ares levantó la vista del cuaderno justo cuando Dante se detuvo junto a mí.
Yo no entendí qué estaba pasando hasta que sentí su mano apoyarse en mi hombro.
No fue un gesto brusco, pero tampoco amable.
Solo una presencia que se impuso.
—Vaya —dijo Dante, sonriendo—. No sabía que ya te estaban pidiendo turno.
Su voz sonó ligera, pero había algo detrás, algo más afilado que las palabras.
Ares lo miró sin moverse.
No respondió.
Solo lo observó con esa calma que, curiosamente, parecía enfadar más que cualquier réplica.
Yo me quedé quieta, sin saber dónde mirar.
Podía sentir el calor de la mano de Dante en mi hombro y la distancia exacta que Ares mantenía frente a nosotros.
Esa línea invisible que ninguno cruzaba, pero ambos reconocían.
—Solo le preguntaba si quería hacer el proyecto conmigo —dijo Ares al fin, sin perder el tono tranquilo.
—Claro —replicó Dante—, pero ya sabes cómo son las cosas aquí.
Siempre es mejor preguntar quién la ha elegido primero.
Su sonrisa no alcanzó los ojos.
La mía ni siquiera apareció.
El corazón me latía tan fuerte que temí que ambos lo oyeran.
—No pasa nada —intervino Ares, dándose un paso atrás—. No pretendía interrumpir nada.
Dante retiró su mano, pero no su mirada.
—Tú nunca interrumpes, ¿verdad? —murmuró con media sonrisa.
No supe qué significaba aquello, pero me dolió igual.
Había algo en su tono, en esa forma de decirlo, que me hizo sentir pequeña.
Como si de pronto fuera parte de un juego que no entendía.
Ares recogió sus cosas sin añadir más y regresó a su asiento.
Yo seguí mirando el cuaderno, fingiendo concentración.
Y en medio de ese silencio incómodo, sentí por primera vez que algo se había movido.
No entre ellos.
Entre los tres.
El aire seguía cargado después de que Dante se apartara.
Las voces del aula regresaron poco a poco, pero no sonaban igual.
Todo me parecía más lejano, como si estuviera dentro de una pecera.
Yo todavía no me movía.
Ni siquiera recordaba cómo se respiraba con naturalidad.
Ares guardó su cuaderno despacio, sin levantar la voz ni la mirada.
Pero antes de volver a su sitio, me habló en ese tono bajo que siempre obliga a escuchar.
—No te preocupes —dijo—. No tienes que decidir nada ahora.
Negué con la cabeza, aunque no sabía exactamente a qué.
Él sonrió un poco, con esa calma que no parecía afectada.
—Si no quieres hacer el trabajo conmigo, lo entenderé —añadió, y entonces me miró por primera vez directamente a los ojos.
No fue una mirada larga, ni intensa.
Fue una de esas que duran un segundo y aun así lo dicen todo: te veo, y no pasa nada.
Sentí que se me encogía el pecho.
—No es eso —alcancé a murmurar.
Pero ya se estaba alejando.
Cruzó el aula sin mirar atrás, y por alguna razón, me dolió.
Dante volvió a su grupo, riendo otra vez, como si nada hubiera pasado.
Como si el mundo entero no se hubiera movido apenas unos minutos antes.
Apoyé los codos sobre la mesa, fingiendo escribir algo.
No podía hacerlo.
Las letras se mezclaban, igual que mis pensamientos.
Solo podía escuchar mi propio corazón, todavía acelerado.
La profesora regresó al aula en ese momento, con los papeles del proyecto en la mano.
—Bien, espero que ya tengáis decididas las parejas —anunció.
Algunos levantaron la mano.
Otros seguían hablando.
Yo solo asentí en silencio, aunque no tenía a nadie a mi lado.
Ares no había vuelto a mirarme.
Y Dante… Dante fingía que no me veía.
Por primera vez, entendí que el silencio podía doler tanto como una palabra mal dicha.