Entre dos voces que dicen mi nombre

1495 Words
El ruido del aula se apagó de inmediato. —¿Dónde está el señor Doménech? El silencio fue instantáneo. El asiento de Ares, vacío. Yo sentí todas las miradas girar hacia el mismo punto… y luego hacia mí. No sé por qué lo hice. —Ha ido al baño, profesora —respondí antes de pensarlo siquiera. Mi voz sonó tranquila, casi natural. Ella me miró un segundo, asintió, y siguió organizando los papeles. El murmullo volvió poco a poco. Inés se giró en su silla para mirarme, y Bruno, desde la fila de al lado, levantó una ceja con media sonrisa. —¿Qué ha pasado aquí? —preguntó Inés, en voz baja, inclinándose hacia mí. —Nada —contesté, aunque sabía que no me creía. Bruno se rio por lo bajo. —“Nada”, dice… Si vieras la cara de Dante cuando se fue Ares… parecía que iba a romper algo. Inés le dio un codazo. —No seas exagerado. —No lo soy —insistió él—. Desde ayer parece un perro marcando territorio. Me mordí el labio. No quería escucharlo, pero las palabras se quedaron flotando. ¿Territorio? ¿Yo? —¿Desde cuándo Dante se comporta así contigo? —preguntó Inés. —No sé… —respondí bajito—. Tal vez fue solo un malentendido. Inés y Bruno intercambiaron una mirada, esa clase de gesto que dice “no nos lo creemos, pero no insistiremos ahora”. La profesora comenzó a pasar lista, y la conversación se deshizo como si nunca hubiera existido. Yo miré de reojo el asiento vacío de Ares. Y aunque no sabía por qué lo había cubierto, sentí que era lo correcto. Era la primera vez que alguien me había defendido sin pedírselo. Y, quizá por eso, yo también lo estaba haciendo. El sonido del pomo girando interrumpió la voz de la profesora. La puerta se abrió despacio, y Ares entró con la naturalidad de quien no sabe que su ausencia había llenado toda la sala. —Disculpe, profesora —dijo con voz baja, dejando la puerta entreabierta. —Siéntese, Doménech —respondió ella sin dureza, aunque la mirada fue clara. Él asintió y cruzó el aula entre pupitres y miradas curiosas. Al pasar junto a mí, rozó el borde de mi mesa con la mano. Fue un gesto mínimo, casi invisible, pero lo sentí igual que si me hubiera hablado. Cuando se sentó, abrió su cuaderno y comenzó a escribir algo sin levantar la vista. Pero antes de girarse del todo, su mirada se cruzó con la mía por un instante. Un segundo apenas, suficiente para que el aire se detuviera. No me sonrió, ni yo a él. Solo hubo un reconocimiento silencioso. Un “sé lo que hiciste”, sin palabras. La profesora volvió a hablar, pidiendo que retomáramos la lista de parejas. Las voces se levantaron de nuevo, unas tímidas, otras seguras. Pero yo ya no oía nada. Sabía, con una certeza casi física, que iba a elegir a Ares. No porque fuera lo correcto, ni porque quisiera retar a nadie. Sino porque fue el primero que me vio. Y yo ya no podía seguir viviendo sin ser vista. De reojo noté a Dante apoyarse en el respaldo de su silla. Su expresión era indescifrable, una calma que no engañaba a nadie. Esa clase de silencio que precede a la tormenta. La voz de la profesora resonó sobre el murmullo general, cortante pero paciente. —Muy bien, vamos a repasar las parejas para el proyecto —dijo, hojeando las hojas con un gesto automático—. Levantad la mano cuando os nombre. Las voces se fueron apagando una a una, como si todos intuyeran que algo estaba a punto de ocurrir. Mi corazón seguía latiendo demasiado rápido, y no sabía si era por culpa o por miedo. Sabía lo que iba a hacer, pero no sabía por qué. —Luna Soler —dijo la profesora finalmente, levantando la vista. El aula entera pareció girarse hacia mí. Podía sentir los ojos de todos, como si el aire se espesara solo a mi alrededor. Y antes de pensar, antes de medir consecuencias, mi voz salió sola: —Con Ares Doménech. El silencio fue tan brutal que incluso se escuchó cómo un bolígrafo caía al suelo. Ares levantó la mirada, sorprendido, como si dudara de haber escuchado bien. —¿Qué? —murmuró apenas, sin sarcasmo, solo con esa incredulidad tranquila de quien no esperaba ser elegido. La profesora lo anotó sin levantar la vista. —Perfecto —dijo simplemente, pasando al siguiente nombre. Pero el resto del aula no se movió. Hubo murmullos, miradas, ese tipo de comentarios que no se entienden del todo, pero se sienten. —¿Ares? —susurró alguien detrás. —¿En serio? —¿No era Dante…? Yo tragué saliva y bajé la mirada. El bolígrafo temblaba entre mis dedos. Quise hundirme bajo el pupitre, volver a mi silencio de siempre, desaparecer. Dante no dijo nada. No hizo falta. Su rostro era una máscara perfecta, sin emoción. Pero sus ojos… sus ojos eran otra historia. Fríos, tensos, perdidos entre la sorpresa y algo más oscuro. No parecía enfadado, ni dolido. Parecía confundido, como si alguien le hubiera cambiado el guion sin avisar. Ares aún me miraba, la sorpresa dibujada en los rasgos, pero en su gesto había algo distinto a la incomodidad: respeto. Y una pregunta silenciosa: ¿estás segura? No respondí, pero asentí apenas. Desde la primera fila, Inés me observaba boquiabierta, como si acabara de ver a un fantasma hablar. Bruno, en cambio, alzó las cejas con una mezcla de incredulidad y media sonrisa. Sus labios formaron palabras mudas que no hicieron falta oír: “No puedo creer que hayas rechazado a Dante… después de años babeando por él.” El aula seguía respirando ese silencio incómodo, denso, lleno de miradas no dichas. Yo solo deseaba que la tierra se abriera y me tragara. Pero ya era tarde. Por primera vez en mi vida, no era invisible. Y lo peor… es que no sabía si quería volver a serlo. El timbre sonó como un disparo. La profesora apenas alcanzó a dar por terminada la clase cuando todos comenzaron a levantarse, entre risas nerviosas y murmullos. Yo recogí mis cosas en silencio, fingiendo no escuchar los comentarios a media voz que se escapaban entre los pupitres. —¿Lo ha dicho en serio? —¿Luna con Ares? —¿Y Dante? No quería escuchar, pero el ruido era más fuerte que mi voluntad. Cuando me di vuelta, Inés ya estaba esperándome en la puerta, con Bruno detrás, los dos con caras tan diferentes que casi me hicieron reír. —Vale, ahora me explicas qué ha sido eso —soltó Inés sin respirar. —No hay nada que explicar —dije, ajustando la correa de la mochila. Bruno se cruzó de brazos. —¿Nada? Vamos, Luna… llevas años mirando a Dante como si fuera el protagonista de tu libro favorito. Y ahora eliges a su hermano. —No sabía que eran hermanos hasta hace dos días —repliqué. —Ya, pero… —Inés buscó las palabras, confusa—. ¿Por qué Ares? No supe qué contestar. Me limité a encoger los hombros. No quería mentirles, pero tampoco podía explicar algo que ni yo entendía. Solo sabía que Ares me había visto cuando todos los demás solo pasaban de largo. Bruno chasqueó la lengua. —Dante no se lo ha tomado bien, te lo digo ya. Y entonces lo escuché. Una voz conocida, al fondo del pasillo. Firme. Cargada de algo que me heló la sangre. —Ella es mía, ¿me oyes? —la voz de Dante, rota de rabia. Me giré. A través del ventanal del hall pude verlos: Dante y Ares, frente a frente, junto a las escaleras del patio. El contraste era brutal. Dante gesticulaba, alterado; Ares lo miraba con los brazos cruzados, sin moverse. —No, Dante —lo oí decir con calma—. Ella no es de nadie. El aire se volvió espeso. Un par de alumnos se detuvieron a mirar. Yo también. Mi corazón latía con fuerza, una mezcla de miedo y vergüenza. Dante dio un paso al frente, y por un segundo temí lo peor. Ares le sujetó el brazo con suavidad, sin violencia, solo con firmeza. Le dijo algo que no alcancé a oír, pero el gesto bastó para detenerlo. No quise ver más. Giré sobre mis talones y caminé hacia la salida. El murmullo de la discusión quedó atrás, y el portazo del hall sonó como un punto final. Fuera, el aire olía a otoño y a algo parecido a culpa. Me ajusté la mochila, respiré hondo y seguí andando. El pecho me dolía, no por miedo, sino porque por primera vez en mucho tiempo había dejado de ser invisible… y no sabía si eso era un castigo o una promesa.
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