No encendí la luz al entrar a casa.
El sol que se filtraba por la ventana bastaba para ver el polvo suspendido en el aire, flotando igual que mis pensamientos.
Dejé la mochila sobre la silla, sin ganas de abrirla.
Tenía la cabeza llena de voces, miradas y preguntas que no había hecho.
Todo el día había sido un ruido constante, incluso dentro de mí.
Me senté en la cama y, por costumbre, miré el móvil.
Una notificación brillaba en la pantalla.
Un número desconocido.
Solo dos palabras:
“Necesito hablar contigo. —D.”
El corazón me dio un salto.
Lo supe antes de leerlo por segunda vez.
Dante.
Me quedé mirándolo, inmóvil, como si fuera una trampa.
¿Cómo había conseguido mi número?
Nunca se lo di.
Nunca hablamos más de lo necesario, y cuando lo hacíamos era en plural, en ese tono de “alumnos del mismo curso” que no significa nada.
Ahora, de repente, sí.
Ahora necesitaba hablar conmigo.
Apreté el móvil entre las manos.
Por un instante me reí en silencio, con esa risa amarga que no llega a la boca.
Tuvo que mirarme Ares para que tú recordaras que existo.
El pensamiento me golpeó con más fuerza de la que esperaba.
Durante años, esperé un gesto, una palabra, cualquier cosa que me hiciera sentir que no era invisible.
Y ahora, justo cuando había dejado de esperarlo, llegaba esto.
Tarde.
Tan tarde que ya dolía distinto.
Escribí algo sin pensar:
“¿Cómo conseguiste mi número?”
Lo borré.
Lo volví a escribir.
Lo volví a borrar.
Dejé el teléfono boca abajo, como si eso bastara para silenciarlo.
Pero las palabras seguían vibrando en mi cabeza,
como si él las hubiera dicho frente a mí: “Necesito hablar contigo.”
No respondí.
Ni ese día, ni esa noche.
A veces el silencio no es falta de interés.
Es miedo.
Y esa vez, lo confieso, tenía miedo de volver a creer en algo que siempre me había dolido.
Dormí mal.
No por el mensaje, sino por todo lo que me hizo pensar.
Las palabras se repetían una y otra vez en mi cabeza, hasta que dejaban de tener sentido: “Necesito hablar contigo.”
¿Qué se suponía que debía decirle alguien a quien ignoró durante tres años?
A la mañana siguiente, el instituto tenía el mismo ruido de siempre, pero yo lo escuchaba distinto.
Me dolía la garganta de tanto tragar cosas que no decía.
Inés hablaba de cualquier tema para distraerme, y Bruno hacía chistes sobre la “novela Doménech” que todos comentaban.
Yo fingía reírme.
Solo quería pasar desapercibida.
Cuando el timbre del recreo sonó, salí antes de tiempo.
El pasillo estaba medio vacío, las voces amortiguadas por las paredes.
Y entonces lo vi.
Apoyado contra una columna, con las manos en los bolsillos y esa forma suya de mirar que mezcla arrogancia y duda.
—Te escribí —dijo Dante.
No era una pregunta.
Asentí, sin mirarlo directamente.
—Lo vi.
Esperó.
El silencio se volvió espeso.
—¿Y? —preguntó, al fin.
—¿Y qué?
Él dio un paso más cerca.
Odiaba lo bien que olía.
—Podrías haber respondido.
Me crucé de brazos, intentando parecer tranquila.
—No tenía nada que decir.
Dante me observó, intentando leerme.
Se notaba frustrado, casi incómodo.
—No entiendes… —murmuró, pasándose una mano por el cabello—. Yo te veía, Luna. Siempre te veía.
—¿Ah, sí? —repliqué—. Porque yo juraría que durante tres años fui parte del mobiliario.
Me miró, serio.
—No era eso.
—Entonces, ¿qué era? —pregunté.
Guardó silencio.
Sus labios se movieron antes de que la voz saliera.
—Eras... difícil de alcanzar. Siempre estabas en tu mundo, parecía que no querías que nadie entrara.
Reí, pero sin humor.
—Qué conveniente. No me hablabas porque yo era difícil.
—No… —dijo, bajando la voz—. No me acercaba porque no sabía cómo hacerlo sin que pareciera que te estaba… rompiendo algo.
Eso me descolocó.
Durante unos segundos, solo lo miré, sin saber qué pensar.
Y entonces añadió:
—Hasta que llegó Ares.
Ahí lo entendí.
No se trataba de mí.
Se trataba de su ego.
De que alguien más hubiera cruzado una puerta que él ni siquiera había intentado abrir.
—No vine a hacerte sentir mal —dijo, al ver mi expresión—. Solo quería que supieras que… no me da igual.
Di un paso atrás.
—Tarde, Dante. Muy tarde.
Su mandíbula se tensó.
—No te creo.
Lo miré un segundo, y juro que mi voz no me tembló cuando dije:
—Entonces ese es tu problema, no el mío.
Pasé a su lado sin mirarlo, con las piernas temblando, el corazón en la garganta.
Sentí que me seguía con la mirada, pero no se movió.
Y por alguna razón, eso dolió más que si me hubiera detenido.
No recuerdo haber llegado al aula.
Solo sé que cuando crucé la puerta, el ruido me pareció insoportable.
Inés me saludó con la mano, Bruno dijo algo que no escuché.
Me limité a asentir, a fingir que todo estaba bien.
Pero dentro, algo estaba distinto.
No era rabia.
Era cansancio.
Me senté junto a la ventana. Afuera, el cielo tenía ese color gris que anuncia lluvia, pero que nunca cumple.
Me vi reflejada en el cristal: la misma de siempre, solo que con los ojos un poco más abiertos.
Pensé en Dante.
En su voz, en su forma de buscar las palabras, en cómo había dicho “yo te veía”.
Y me pregunté si alguna vez me vio de verdad, o si solo miraba lo que proyectaba sobre mí.
Porque una cosa es observar,
y otra muy distinta es ver.
Apoyé la frente contra el vidrio frío.
Por primera vez, sentí que no me dolía tanto.
Tal vez porque algo dentro de mí se había roto hacía tiempo,
y lo único que quedaba era silencio.
Llegó tarde, pensé.
No a la conversación, ni al mensaje.
Tarde a mí.
Miré el reloj. Faltaban diez minutos para el final de la clase.
La profesora seguía hablando, y yo fingía tomar apuntes mientras trazaba líneas sin sentido.
Cuando el timbre sonó, recogí mis cosas despacio.
Afuera, vi a Dante cruzar el pasillo.
No me miró.
Yo tampoco lo hice.
Y por primera vez, no sentí la necesidad de hacerlo.
El corazón todavía me dolía, sí.
Pero dolía limpio, sin la vergüenza de seguir esperando.
Cuando salí del aula, el pasillo estaba casi vacío.
El murmullo del recreo llegaba desde el patio como una canción lejana.
Caminé despacio, con los auriculares en la mano, sin encender la música.
A veces el silencio era más necesario que cualquier melodía.
Todo el mundo hablaba de los Doménech, de su discusión, del triángulo que todos imaginaban.
Y yo, la protagonista involuntaria de esa historia, solo quería ser un rumor más.
Nada más.
Pasé frente a los ventanales del pasillo y vi el reflejo del patio.
Dante estaba allí, de espaldas, hablando con un grupo.
Gesticulaba, pero no reía.
Parecía otro.
O tal vez siempre fue así, y yo no lo quise ver.
Por un momento, pensé en acercarme.
Decirle algo simple, cerrar ese hilo que seguía tirando de mí.
Pero no lo hice.
No porque no quisiera, sino porque entendí que ya no era necesario.
A veces el silencio duele.
Otras, salva.
Respiré hondo.
El aire olía a hojas húmedas, a final de jornada, a lo que queda después del ruido.
Saqué el móvil, miré la conversación sin responder y, por primera vez, borré su mensaje.
No por despecho.
Por paz.
Cuando levanté la vista, vi a Ares al final del pasillo, caminando en dirección contraria.
No me miró.
No hizo falta.
Su calma llenó el espacio que Dante había dejado vacío.
Y por dentro, supe que algo empezaba a cambiar.
No porque lo buscara, sino porque ya estaba lista para notarlo.