Entre su paz y sus sombras

1345 Words
El pasillo estaba medio vacío, con ese murmullo sordo de las primeras horas del día. Yo caminaba distraída, intentando no pensar en el mensaje borrado, ni en el silencio que había dejado después. El eco de mis pasos se mezclaba con el zumbido lejano de las voces en las aulas. Todo parecía normal. Pero no lo era. —Soler. Me detuve. Reconocí la voz antes de girarme. Ares estaba allí, apoyado en la pared, con el cuaderno en una mano y el abrigo colgando del antebrazo. Tenía la expresión tranquila de siempre, aunque sus ojos parecían buscar algo más que una excusa para hablarme. —¿Tienes un minuto? —preguntó. Asentí, aunque mi cuerpo entero gritaba que no sabía si quería hablar con nadie. Ares dio un paso hacia mí, manteniendo la distancia justa, esa que no invade pero tampoco aleja. —Quería disculparme. —dijo, bajando la mirada un segundo—. No fue la mejor forma de empezar un trabajo juntos. Su tono era distinto. No se justificaba, no echaba culpas. Solo lo decía porque debía decirse. —No fue culpa tuya —contesté. Él asintió con una leve sonrisa. —Lo sé, pero aun así… fue incómodo. —Un poco —admití, intentando sonar neutral. Durante unos segundos, ninguno habló. Ares miró hacia la ventana del pasillo, como buscando las palabras adecuadas. —Pensé que podríamos centrarnos en el proyecto, dejar a un lado el resto. —Sí, claro —dije—. Sería lo mejor. Volvió la mirada hacia mí, y por un instante me pareció que sus ojos tenían la calma exacta que yo necesitaba. —Perfecto —murmuró—. Entonces dime, ¿cuándo te viene bien empezar? Saqué el horario del bolsillo, fingiendo buscar un hueco que ya sabía que tenía libre. —Hoy, después de clase. En la biblioteca. Ares anotó algo en su cuaderno, con letra ordenada y pulso firme. —Biblioteca. Perfecto. Iba a marcharse, pero se detuvo un segundo antes de dar la vuelta. —Y… Soler —me llamó de nuevo, con voz más baja—. Gracias por cubrirme. Lo miré, sorprendida. —No fue nada. —Lo fue para mí —respondió, con esa serenidad suya que parecía no necesitar énfasis para ser sincera. No supe qué decir. Él sonrió, ligero, casi invisible, y se alejó entre los ecos del pasillo. Cuando la puerta del aula se cerró detrás de él, sentí algo extraño. No mariposas. No vértigo. Solo paz. Y fue entonces cuando me di cuenta de lo cansada que estaba del ruido. El pasillo olía a tiza y a aire viciado. La profesora acababa de salir y el ruido habitual del cambio de clase llenaba todo. Ares seguía allí, de pie, esperando a que terminara de guardar mis cosas. —No quería molestarte —dijo—, pero… ¿te parece bien si tengo tu número? Alzó el cuaderno donde había anotado todo lo del trabajo. —Por si hay que coordinar algo. Me quedé quieta. La escena me resultó extrañamente familiar. Un chico pidiéndome el número, solo que la última vez no había sonado así. Recordé el mensaje de Dante. Ese “Necesito hablar contigo” que me hizo sentir más nerviosa que ilusionada. —Claro —respondí al fin, bajando la mirada. Ares sacó su móvil del bolsillo. No lo hizo con prisa, ni con esa curiosidad intrusiva que te desnuda en segundos. Simplemente lo sostuvo frente a mí, esperando. —Dime. Le dicté los números, y él los repitió con calma, comprobando cada dígito antes de anotarlos. Cuando terminó, sonrió con una discreción que me desconcertó. —Listo. Prometo no escribirte memes ni cadenas de buena suerte. Solté una risa leve, inesperada, y él pareció relajarse. —Entonces… nos vemos más tarde, ¿sí? —Sí, en la biblioteca —confirmé. Mientras se alejaba, sentí una extraña ligereza. No por haberle dado el número, sino porque por primera vez no tuve que justificarme ante nadie. No hubo presión, ni prisa. Solo respeto. La biblioteca olía a papel antiguo y a polvo tibio. Ares y yo entramos casi al mismo tiempo, sin planearlo. Fue casualidad, o eso quise creer. Él se adelantó unos pasos, buscando una mesa libre junto a la ventana. El sol de la tarde apenas se filtraba entre las persianas, dibujando líneas doradas sobre el suelo. —¿Aquí está bien? —preguntó. Asentí. Nos sentamos frente a frente, y el silencio se acomodó entre nosotros como si perteneciera ahí. No era incómodo, no era tenso… solo estaba. Ares abrió su cuaderno, yo el mío. Durante un rato, solo se oyeron los bolígrafos y las hojas al pasar. A veces me mostraba un esquema o una idea; otras, simplemente seguía escribiendo. Todo en él tenía un orden que me resultaba tranquilizador. Me sorprendí mirándolo más de la cuenta. No por atracción, sino por curiosidad. Era como si todo en su manera de moverse estuviera diseñado para no romper el equilibrio de los demás. Y yo… llevaba tanto tiempo rodeada de ruido que no sabía cómo reaccionar ante la calma. En un momento, levantó la mirada y me pilló observándolo. No se burló, no cambió el gesto. Solo dijo: —Tienes buena letra. —¿Eh? —balbuceé. —Tu letra —repitió, señalando mi cuaderno—. Es muy ordenada. —No tanto como la tuya. —Eso es discutible. Sonreí sin querer, y él también. Esa sonrisa no duró mucho, pero bastó para borrar toda la tensión del aula, los murmullos, el día entero. Seguimos trabajando en silencio. Afuera, las sombras se alargaban sobre los estantes, y la biblioteca empezó a vaciarse. Cuando el reloj marcó la hora de cierre, Ares cerró el cuaderno y dijo simplemente: —Buen trabajo, Soler. —Igualmente. La biblioteca cerró con el sonido metálico del reloj marcando las seis. Los pocos alumnos que quedaban comenzaron a recoger sus cosas entre susurros. Ares guardó su cuaderno con la misma calma con la que había trabajado todo el tiempo, mientras yo intentaba meter mis papeles sin desordenar nada, como si ese orden suyo fuera contagioso. —¿Vas hacia el centro? —preguntó, al verme cargar la mochila. Asentí. —Sí, por la calle del parque. —Entonces te acompaño —dijo con naturalidad, como si no se le ocurriera que pudiera decirle que no. Caminamos en silencio hasta la puerta principal del instituto. Afuera, el aire olía a hojas húmedas y a final de jornada. El cielo estaba teñido de un gris dorado, de esos que anuncian el otoño sin pedir permiso. No hablábamos mucho. Cada tanto él hacía un comentario suave, casi doméstico: que el proyecto iba bien, que había visto una exposición interesante para incluir como referencia, que podríamos pasar a la biblioteca pública si necesitábamos más material. Todo normal. Y sin embargo, había algo reconfortante en esa normalidad. Cuando cruzamos el patio, sentí esa sensación incómoda de que alguien me observaba. Levanté la mirada. A unos metros, apoyado en el muro de la entrada, estaba Dante. Solo. Los brazos cruzados, la mochila colgando de un hombro. No hablaba, no se movía. Pero sus ojos… seguían cada paso. Ares no pareció notarlo al principio. Solo cuando la tensión me tensó los hombros, giró levemente la cabeza. Sus miradas se cruzaron. Un segundo, no más. Suficiente para que el aire se volviera más denso. —¿Todo bien? —preguntó Ares, sin apartar los ojos de mí. —Sí —mentí. Seguimos caminando, más despacio. No me atreví a mirar atrás, pero lo sentía. Esa mirada, esa energía de quien no entiende que el mundo puede moverse sin él. Ares se detuvo en la esquina del parque. —Aquí te dejo. —Gracias —dije. —Nos vemos mañana. Asentí, sin poder evitar girarme una última vez. Dante seguía en el mismo lugar, quieto, con esa expresión imposible de descifrar. Ni rabia ni tristeza. Solo… algo roto. Cuando doblé la esquina, el corazón me latía demasiado fuerte. No por miedo. Por algo que no quería reconocer.
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