El timbre suena y el aula explota en movimiento.
Sillas que se arrastran, mochilas que golpean el suelo, voces que se mezclan sin sentido.
Siempre me sorprende cómo un simple sonido puede romper el silencio de toda una hora.
A veces pienso que el timbre no anuncia el final de la clase, sino el principio del caos.
Me quedo sentada un momento más, dejando que la marea humana pase frente a mí.
Inés y Bruno ya están de pie; ella se ajusta la mochila, él guarda sus bolígrafos en orden de color.
Los observo sin apuro.
Siempre he sido buena en eso: en quedarme quieta mientras los demás se van.
Desde mi rincón, tengo una vista perfecta del aula.
Dante está ahí, como siempre, rodeado de gente.
No tiene que buscar a nadie; la gente lo busca a él.
Es como si el aire alrededor de su mesa fuera distinto, más liviano.
Todos ríen, gesticulan, se inclinan hacia él para hablar.
Y él… él solo sonríe.
Una sonrisa fácil, esa que no parece forzada ni pensada, sino natural, como si hubiera nacido sabiendo que el mundo le pertenece.
Lo veo levantarse y pasar junto al grupo de los “frikis”, los de la fila del fondo, los que siempre hablan de videojuegos o cómics.
Les dice algo que no alcanzo a oír, pero todos se ríen.
No es una burla.
Ríen con él, no de ellos.
Y eso, para alguien como yo, es casi un superpoder.
Dante no pertenece a un grupo; los grupos pertenecen a él.
Con los populares es un líder, con los tímidos un aliado, con los profesores un alumno que saben que no deben perder.
Y yo, desde mi mesa, lo observo como quien mira una estrella lejana: demasiado brillante, demasiado lejos.
Inés me da un pequeño golpe con el codo.
—¿Te vas a quedar mirando hasta que oscurezca?
—Solo… pensaba.
—Eso me preocupa más.
Bruno se ríe.
—Déjala. Está haciendo un estudio sociológico del espécimen Doménech.
Sonrío sin mirarlos.
No saben que lo que hago no tiene nada de científico.
Solo estoy intentando entender por qué algo que parece tan perfecto me resulta tan ajeno.
Dante se inclina hacia una chica del grupo de adelante.
Ella se pone nerviosa, ríe demasiado fuerte.
Él le acomoda un mechón de pelo que le tapa la cara.
El gesto es breve, pero parece ensayado, como si lo hubiera hecho mil veces.
Yo aparto la mirada, fingiendo buscar algo en mi estuche.
El ruido baja cuando la profesora anuncia las indicaciones del próximo día.
Los demás siguen charlando, planeando qué harán después de clase.
Yo, en cambio, pienso en cómo puede alguien ocupar tanto espacio sin hacer ruido.
“A veces pienso que él no camina, el mundo se aparta para dejarlo pasar.”
Recojo mis cosas, la mochila medio vacía, el cuaderno doblado en la esquina.
Me levanto cuando el aula ya está casi vacía.
El sol de mediodía entra a través de la ventana y dibuja una línea de luz sobre su mesa, justo donde él estaba sentado.
Por un momento me pregunto si todos tenemos un lugar que brilla cuando nos vamos,
o si solo algunos dejan esa huella que el resto intenta ignorar.
Inés me espera en la puerta, tamborileando los dedos en el marco.
—¿Vienes o te mudas aquí?
—Voy.
Camino detrás de ella, pero antes de salir miro una última vez el aula vacía.
El aire todavía vibra con el eco de su risa.
Y aunque no quiero admitirlo, sé que esa risa sigue dentro de mí, girando como un satélite que no encuentra dónde caer.
El pasillo huele a desinfectante, a papeles nuevos y a ese perfume dulzón que todas las chicas parecen compartir.
El sonido de las risas y de las puertas abriéndose crea un eco constante, como si el instituto respirara por sí mismo.
Camino detrás de Inés y Bruno, pero mi atención no está en ellos.
A pocos metros, Dante avanza con paso tranquilo, rodeado como siempre.
Una constelación humana lo sigue sin esfuerzo: los bromistas, los deportistas, las chicas que ríen demasiado, los que se sienten importantes solo por caminar cerca de él.
Hay algo magnético en la manera en que se mueve.
No es arrogancia, es… naturalidad.
Como si no necesitara esforzarse para que el mundo gire a su alrededor.
Y lo odio un poco por eso, aunque no sabría decir si es envidia o fascinación.
Se detiene un momento frente a los chicos del club de ajedrez.
Uno de ellos —un chico bajo con gafas enormes— le dice algo, y Dante se agacha para mirar el tablero.
Por un instante, su grupo queda suspendido, como esperando una señal.
Dante observa, sonríe, y dice algo que hace reír a todos.
Incluso los frikis ríen.
Él se despide con un golpecito amistoso en el hombro del chico y sigue caminando, sin perder el ritmo.
Inés me mira de reojo.
—¿Te estás haciendo un documental?
—Solo miro.
—Ya, claro.
Bruno interviene con tono burlón:
—Título sugerido: “El universo según Dante Doménech”.
Me río, pero el sonido no me sale completo.
No puedo dejar de mirar cómo se mueve entre los demás sin chocar con nadie, cómo todos parecen dejarle paso sin pensarlo.
“Es como si el mundo tuviera una coreografía y él fuera el único que conoce los pasos.”
A la altura de los casilleros, una chica deja caer una carpeta.
Dante se agacha, recoge los papeles antes de que toquen el suelo y se los entrega con una sonrisa.
Ella tartamudea un gracias.
Él no dice nada, solo asiente, y sigue su camino.
El grupo lo sigue como si nada hubiera pasado.
Como si ayudar a alguien fuera tan natural como respirar.
Inés suspira exageradamente.
—El príncipe perfecto.
Bruno se ríe.
—O el perfecto actor.
—Tú siempre tienes que arruinar el momento —le dice ella.
—Solo equilibro el sistema solar —responde él.
Yo no digo nada.
Porque en el fondo, Bruno tiene razón.
Hay algo demasiado pulido en todo eso.
Demasiado armónico, demasiado fácil.
Como si todo lo que toca Dante brillara un poco más de la cuenta.
Y, sin embargo, cuando lo miro, me doy cuenta de que no quiero que deje de hacerlo.
Llegamos al final del pasillo.
Los grupos se dispersan hacia las escaleras, hacia el patio, hacia la cafetería.
El ruido baja un poco.
Yo me quedo quieta un segundo, mirando la espalda de Dante mientras desaparece entre la multitud.
Por un instante, me pregunto si alguna vez me miró.
No en clase, no en el pasillo, sino de verdad.
Inés me jala del brazo.
—Luna, ¿vienes o te quedas orbitando?
—Voy —respondo.
Pero por dentro sigo girando, sin gravedad propia.
El patio está lleno.
Los primeros días siempre lo están.
Gente reencontrándose, riendo demasiado fuerte, comparando bronceados y fotos del verano que ya nadie quiere ver.
El ruido parece tener vida propia, pero para mí solo suena a fondo, como un murmullo que no me incluye.
Inés y Bruno se sientan conmigo en el borde del muro, justo debajo de la sombra del viejo olmo.
Desde ahí, se ve todo.
Los equipos de fútbol ocupan el centro, las chicas de teatro ensayan frases exageradas y el grupo de Dante…
El grupo de Dante está en todas partes.
Él no se queda quieto.
Saluda, bromea, se detiene, vuelve a caminar.
Parece moverse con la naturalidad de alguien que sabe exactamente dónde encaja.
Y no es por cómo luce, ni por su ropa, ni por la forma en que lo miran:
es cómo hace sentir a los demás.
Como si, por unos segundos, todos fueran importantes.
Incluso los invisibles.
Bruno rompe el silencio:
—¿Sabes qué me impresiona? Que no se tropieza nunca.
—¿Con qué?
—Con nada. Con nadie. Ni con la realidad.
Inés se ríe.
—Eso pasa cuando tienes tu propio sistema de órbitas.
Yo los escucho, pero no participo.
Me limito a observar cómo el sol se refleja en las ventanas del edificio,
y por un instante el cristal devuelve la imagen de Dante sonriendo, ampliada, perfecta, inalcanzable.
Lo miraba como se mira al sol: sabiendo que si me acercaba, me quemaba.
Pienso en el primer día que lo vi.
En su sonrisa, en la forma en que me ayudó con la mochila,
en cómo algo dentro de mí decidió, sin consultarme, que ese gesto significaba más de lo que debía.
Y ahora, mientras lo veo moverse con todos, entiendo que para él solo fue eso: un gesto.
Un reflejo más de su luz.
Una parte de mí quiere odiarlo por eso.
La otra lo entiende.
Al fin y al cabo, no se puede culpar a una estrella por brillar.
Inés se levanta y se estira.
—Voy a por algo a la cafetería. ¿Quieres venir?
—No, gracias.
—¿Y tú, Bruno?
—Si tú invitas.
—Entonces no. —Ella se aleja riendo.
Bruno me lanza una mirada breve.
—A veces me pregunto si te das cuenta de cuánto tiempo pasas mirándolo.
—No tanto.
—El suficiente.
—¿Y qué ves tú cuando lo miras? —le pregunto.
Él piensa un segundo.
—Un tipo que no sabe que el mundo lo observa.
—¿Y tú crees que eso es malo?
—Depende. A veces la gente que no lo sabe acaba cayendo sin aviso.
No sé qué responder.
Así que me limito a mirar el suelo, el sol jugando entre los charcos del riego automático.
El reflejo del agua tiembla, distorsiona las figuras, las multiplica.
Entre una de esas ondas, lo veo de nuevo.
A Dante.
Y a otro chico, a su lado.
Uno que no recuerdo haber visto antes.
No presto atención todavía.
Solo registro la silueta, la calma con la que escucha,
la manera en que Dante se ríe con él como si se conocieran de siempre.
Me incomoda no saber quién es.
Me incomoda más sentir curiosidad.
El timbre vuelve a sonar, cortando los pensamientos como un bisturí.
La gente se levanta, el ruido se dispersa,
y mientras recojo mi mochila, la imagen de ese chico —la figura nueva entre tantas conocidas—
queda suspendida en mi cabeza como una nota que no termina de apagarse.
El pasillo después del recreo siempre huele a humedad y a comida de cafetería.
Hay voces por todas partes, risas que chocan contra las paredes, papeles que vuelan.
Avanzo entre el ruido, intentando no pensar, pero el eco de lo que vi en el patio todavía está ahí, como un zumbido que no se va.
Dante camina unos metros adelante, rodeado de los mismos de siempre.
No puedo evitar mirarlo.
No porque espere algo, sino porque ya es costumbre, como respirar sin pensarlo.
Entonces lo veo.
Hay alguien junto a él.
Un chico que no pertenece a su grupo, que no parece encajar del todo,
pero que aun así camina a su ritmo, como si no necesitara pedir permiso para estar allí.
Al principio solo lo noto de reojo.
El contraste.
Dante brilla; él no.
Y sin embargo, hay algo en esa quietud que llama la atención,
algo que me resulta… conocido.
Me acerco un poco, fingiendo buscar a Inés.
La voz de Dante flota en el aire, mezclada con otras.
No escucho lo que dice, pero se ríe.
Y el otro también.
Una risa baja, cálida, distinta.
Cuando gira para mirar en dirección contraria, la luz del ventanal lo alcanza.
Y entonces lo reconozco.
El chico del pasillo.
El que recogió mis cuadernos con cuidado,
el que no se rio, el que no apuró mis disculpas.
Ese mismo gesto tranquilo, la misma mirada que no juzga.
Me quedo quieta, como si el suelo se volviera blando de repente.
Lo observo mientras habla con Dante, sin entender nada.
¿Cómo es posible que se conozcan?
¿Cómo es que él está ahí, tan cerca de él, tan dentro del mundo del que yo quedo siempre afuera?
Inés me toca el hombro.
—Luna, ¿vienes o vas a quedarte mirando todo el día?
—Voy —murmuro, aunque no me muevo.
No puedo apartar los ojos de ellos.
Dante gesticula, confiado, luminoso;
el otro lo escucha con esa calma que me desconcierta.
Y en un segundo fugaz, el chico —el del pasillo— levanta la mirada.
Me ve.
No hay sorpresa en sus ojos.
Solo un reconocimiento silencioso,
como si supiera que me encontraría ahí, observando desde lejos.
Mi corazón late una vez, fuerte,
como si el cuerpo quisiera avisarme de algo que la mente aún no entiende.
Él aparta la vista, dice algo a Dante,
y los dos siguen caminando por el corredor,
dejándome sola entre el ruido y los ecos.
Cierro los ojos un instante,
y en la oscuridad los veo a los dos:
la luz y la calma.
El fuego y el silencio.
Y sin querer, me descubro pensando en algo absurdo:
¿Qué pasaría si el equilibrio del universo cambiara,
si el sol que giraba sobre todos los demás dejara de ser el centro?
Respiro hondo, intento volver a mi realidad,
pero una voz interior, pequeña y obstinada, me susurra:
“Hasta este momento, creí que mi historia solo tenía un nombre.
Me equivocaba.”