Lo que no se dice

2181 Words
El sonido del despertador no me despierta. Solo me recuerda que tengo que hacerlo. Abro los ojos antes de que suene por completo y, por un momento, me quedo mirando el techo, contando las grietas como si fueran constelaciones que solo existen en esta habitación. El aire huele a tostadas y café. Eso significa que mamá ya está despierta. Ella siempre se levanta antes que yo, como si temiera que el día la alcanzara desprevenida. Su manera de cuidar es esa: mantener el mundo en orden, al menos dentro de casa. Me incorporo despacio, el suelo frío me recibe con su saludo habitual. Frente al espejo del armario, mi reflejo parece otra chica. El pelo desordenado, los ojos medio hinchados, esa expresión entre cansancio y resignación. Intento sonreírle al espejo, pero no me sale. La sonrisa de la mañana se me rompió hace tiempo. Me pongo la ropa doblada de la silla —la de siempre, cómoda, discreta, sin intención de destacar— y bajo a la cocina. Mamá está frente a la tostadora, moviendo la cuchara en el café con ese ritmo mecánico que tiene desde siempre. No habla enseguida; espera a que me siente. —Dormiste poco otra vez, ¿verdad? —dice sin mirarme. —No tenía sueño. —Nunca lo tienes. No lo dice con reproche, pero tampoco con ternura. Es un punto intermedio: ese tono con el que intenta mantenerme a salvo sin acercarse demasiado. Ella y yo hemos aprendido a vivir así, como si cada palabra pudiera despertar algo que no queremos tocar. Deja una tostada sobre mi plato y el olor a mantequilla tibia llena el aire. —Come algo. No quiero que me lleguen notas del instituto otra vez. —Solo fue una vez, mamá. —Una vez basta. Asiento. No discuto. Su voz no suena dura, pero lleva la preocupación escondida detrás de la costumbre. A veces pienso que ella también se siente cansada de sostenernos. El reloj de la pared marca las siete y media. La radio suena baja, una canción vieja que no conozco, y el sol se cuela entre las cortinas, iluminando el desorden que ella nunca deja que se acumule demasiado. Mi madre no sabe cómo arreglarme la vida, pero mantiene la casa en calma. Y en días como este, eso ya es mucho. Mientras mastico en silencio, la escucho hablar del trabajo, de la vecina que cambió las macetas, de cualquier cosa que no duela. La rutina es nuestra tregua. Ella la necesita para no preocuparse; yo, para no romperme. Cuando termino, recojo el plato. Ella me observa desde el fregadero, con esa mirada que no sé si es cariño o culpa. —Ponte la bufanda —dice al fin—. Hace frío afuera. Me la anudo sin responder. Y por un instante, cuando paso a su lado, me roza el hombro. No sé si lo hace a propósito, pero ese pequeño contacto me deja un nudo en el pecho. Quiero decirle que la quiero, que sé que hace lo que puede, pero las palabras se quedan donde siempre: detrás de los dientes. Abro la puerta. El aire de la calle entra de golpe, helado, casi nuevo. Ella se queda en el marco, sujetando la taza entre las manos. —Que tengas buen día, Luna. —Tú también, mamá. La puerta se cierra detrás de mí con ese sonido que ya conozco de memoria. No suena a despedida. Suena a rutina. Y a veces, eso es lo más parecido a la paz. En la entrada del instituto siempre hay ruido. El tipo de ruido que no tiene forma, solo energía. Risas que rebotan, pasos apurados, mochilas golpeándose, saludos que no me incluyen. A veces pienso que el edificio entero vibra con las voces de los que sí pertenecen. Yo no corro. Camino entre ellos como si el aire me hiciera un hueco. Y, como cada mañana, los primeros rostros familiares que encuentro son los de Inés y Bruno. Inés está apoyada en la verja, con los brazos cruzados, mirando el cielo como si esperara una señal para escapar. El viento le mueve el flequillo y, aunque nunca se lo diría, le da un aire de artista bohemia atrapada en el lugar equivocado. Tiene una libreta pequeña siempre en la mano. Dibuja cosas que no enseña a nadie. Cuando se aburre, escribe frases sueltas, trozos de canciones, nombres inventados. Dice que el papel entiende mejor que la gente. Yo la entiendo perfectamente. Bruno, en cambio, vive con los pies en el suelo. Literalmente. Siempre lleva las zapatillas más viejas del grupo, pero limpias. Tiene una forma rara de mirar: no a los ojos, sino un poco más abajo, como si calculara la distancia exacta para no incomodar. Habla poco, pero cuando lo hace, es imposible no escucharlo. Sabe de todo, y no presume. Me gusta eso. Me gusta la paz que da estar al lado de alguien que no necesita llenar los silencios. Ellos son mis refugios. Los dos polos que me mantienen en equilibrio. Entre los tres formamos una especie de territorio invisible, un rincón del mundo que nadie pisa. Nos encontramos sin necesidad de buscarnos, como si el destino hubiera decidido que la gente que no brilla debía al menos reconocerse entre sí. —Pensé que hoy no venías —dice Inés al verme. —No tuve escapatoria. Bruno sonríe. —Qué entusiasmo. Su ironía es suave, casi tierna. Le sale natural. Le doy un leve empujón con el hombro y finjo molestia. —No todos nacimos con espíritu de deportista matutino. —Ni de deportista —añade Inés, guardando la libreta en el bolsillo trasero. Reímos los tres. Una risa pequeña, discreta, pero real. Y eso, en mi mundo, ya es mucho. Entramos juntos al edificio. Ellos siguen hablando de los horarios, de las materias optativas, de si el profesor de Historia habrá vuelto o se habrá jubilado por fin. Yo los escucho, pero la mitad de mi mente sigue anclada en otro lugar. En otro nombre. Dante. No sé qué espero encontrar en él este año que no haya perdido ya. Inés me da un golpecito en el brazo. —Te fuiste. —¿Eh? —Te fuiste a tu cabeza otra vez. Bruno asiente. —Clásico caso de “vuelvo enseguida y nunca regreso”. —No exageres —digo, pero sonrío. Inés me observa un segundo más, con esa mirada que ve más de lo que quiero mostrar. —Te soñé distinta este verano —murmura. —¿Cómo distinta? —No sé. Menos triste, supongo. No le contesto. Solo me ajusto la mochila y miro hacia el pasillo largo que lleva a las aulas. El suelo brilla con la luz que entra desde las ventanas, y por un instante me parece caminar dentro de una versión más limpia del pasado. Quizá Inés tenga razón. Quizá soñó una versión de mí que todavía no existe. El pasillo parece más largo que de costumbre. Los ecos de las voces rebotan contra las paredes, y el suelo recién fregado huele a desinfectante barato. Camino despacio, con la cabeza gacha, ajustando la correa de la mochila. Inés y Bruno se adelantaron; ellos siempre van un paso más rápido que yo. Doblo la esquina distraída, pensando en nada y en todo, y de pronto algo —alguien— me golpea de lleno. El impacto me saca el aire. Los libros vuelan. La carpeta se abre, y mis papeles caen como hojas que no saben dónde aterrizar. —Perdón —murmuro enseguida, antes incluso de levantar la vista. Mi voz suena más pequeña de lo que quisiera. Me agacho, intentando recoger mis cosas, cuando una mano aparece en mi campo de visión. Una mano grande, limpia, sin prisa. Los dedos sostienen uno de mis cuadernos por el borde, con una delicadeza que me desconcierta. —No, déjame —digo, casi en automático. Pero él ya está ayudando. Sus movimientos son tranquilos, como si nada lo apurara. No hay impaciencia en su gesto ni en su tono. Solo esa serenidad que incomoda porque no estás acostumbrada a ella. —Tranquila —dice, con voz baja. No me mira directamente; o tal vez sí, pero no lo noto enseguida. Esa voz tiene algo extraño, como si ya la hubiera escuchado antes en otro lugar, en otro tiempo. Me congelo un segundo, tratando de ubicar la sensación. Cuando por fin levanto la vista, sus ojos me encuentran. No son claros ni oscuros. Son… cálidos. De ese tipo de mirada que no intenta invadir, solo estar. Y eso, en alguien que apenas conozco, me resulta casi incómodo. Hay algo familiar en él, algo que me recuerda a una sensación olvidada. No sé si es el tono, la calma o la manera en que sostiene las cosas con cuidado, como si el mundo fuera frágil y él lo supiera. —¿Estás bien? —pregunta. —Sí —respondo demasiado rápido. Recojo el último cuaderno y me levanto torpemente, casi chocando con su hombro otra vez. —Perdón, otra vez. Él sonríe, pero no dice nada. Solo asiente, y durante un segundo que se me hace largo, parece que quiere decir algo más. Pero no lo hace. Guarda silencio, da un paso atrás y sigue su camino. Yo me quedo ahí, en medio del pasillo, con el corazón acelerado y la mente intentando entender por qué algo tan simple me ha dejado temblando. Inés aparece por el otro extremo. —¿Qué haces ahí parada? —Nada —respondo—. Me tropecé. —Eso ya lo supuse. ¿Con qué, una pared? —Más o menos. Camino hacia ella y, antes de doblar la esquina, miro una vez más hacia el pasillo vacío. El chico ya no está. Solo quedan mis pasos resonando en el suelo y la sensación extraña de haber chocado con algo más que una persona. El aula huele a marcador seco y a sueño mal dormido. Siempre lo mismo: los mismos pupitres rayados, la misma ventana que no cierra bien, la misma profesora hablando como si el mundo dependiera de su voz. Pero hoy el aire se siente distinto. No sé por qué. Quizá porque todavía llevo en la piel la sensación del choque en el pasillo. Inés está dibujando algo en su cuaderno, Bruno toma apuntes con su letra diminuta y perfecta, y yo, como siempre, miro por la ventana. Afuera, el viento mueve las hojas con esa elegancia que nadie en esta clase tiene. Intento concentrarme, pero mi mente vuelve una y otra vez a ese instante: a la voz tranquila, a la mirada amable, a esa calma que no encajaba con el caos del pasillo. No recuerdo su rostro del todo, solo el gesto. Y eso me desconcierta. Hay algo en él que me resultó familiar, como si lo conociera de algún sueño que olvidé. Pero no puede ser. No lo he visto nunca antes. Aun así, el pensamiento insiste. Se acomoda entre mis ideas y no se va. —¿Te pasa algo? —susurra Inés sin dejar de dibujar. —Nada. —Tienes cara de estar en otro planeta. —Ya vivo en otro planeta —respondo, bajito. Ella sonríe sin mirarme. —Lo sé. Bruno se inclina hacia nosotras, fingiendo escribir. —Si me preguntan algo, digan que me morí —dice. Inés le lanza una goma, y la risa contenida de ambos me arranca una sonrisa que no esperaba. Por unos segundos, todo parece normal. Hasta que lo escucho. La risa de Dante. Esa risa corta, viva, que llena el aire y lo parte en dos. Levanto la vista, casi sin querer. Está unas filas más adelante, apoyado de espaldas en la silla, hablando con los de siempre. Se ve igual que siempre. O tal vez soy yo la que sigue igual. No sabría decirlo. Me descubro observándolo más de lo que debería. Cada gesto, cada palabra, cada vez que se pasa la mano por el pelo. No hace nada especial, pero en mí todo se acelera. Y me odio un poco por eso. La profesora dice algo sobre la tarea del verano, pero apenas escucho. Entre el reflejo de la ventana y la figura de Dante, por un momento, juro ver otra silueta en el cristal. Una más alta, más quieta. La del chico del pasillo, caminando por el corredor exterior. Y una corriente extraña me atraviesa, como si una parte de mí supiera que ese rostro volverá. Parpadeo, y el reflejo se disuelve. Solo quedo yo, mi banco, la ventana abierta y el ruido lejano de un timbre que marca el final de la clase. Inés cierra su cuaderno. —Te lo dije, Luna. Estás en otro planeta. —Tal vez me gusta ese planeta —respondo. Salimos del aula entre risas suaves. Pero mientras camino, sigo pensando en la mirada que no puedo olvidar y en la otra, la que sigo esperando desde hace años. Dos caminos que todavía no se cruzan, pero que, de alguna forma, ya me están partiendo en dos.
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